Naked Diplomacy

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El “cablegate” de Wikileaks produce sentimientos encontrados.

Por un lado, los ciudadanos tienen el derecho de saber lo que hacen los funcionarios públicos y cómo lo hacen, sobre todo cuando éstos incurren en comportamientos indebidos o violan la ley. Para ello, en cualquier democracia el acceso a la información es esencial para el funcionamiento de la veeduría y el accountability. Por ejemplo, la revelación de que diplomáticos estadounidenses estaban realizando actividades de “espionaje” a países miembros y al secretario general de la ONU debe explicarse, ya que se trata de una actividad reprochable que Washington intentaba ocultar.

Sin embargo, por el otro, no es claro hasta qué punto es necesario conocer todos los tejemanejes de la función pública nacional e internacional. Como en el caso de las relaciones entre personas, las interestatales se construyen a partir de gestos y acciones que buscan cultivar la candidez, intimidad y confianza, para las cuales la comunicación privada es un pilar importante. Preocupa, por ejemplo, que al contener nombres de fuentes confidenciales, los cables constituyan una fuente de represalias por parte de algunos gobiernos, los cuales realizarán discretas purgas de quienes eran demasiado francos con sus contrapartes extranjeras.

Los 250.000 cables —que serán publicados progresivamente y analizados por cinco diarios de renombre mundial– son informes de campo que dan cuenta del “día a día” en distintas misiones diplomáticas de Estados Unidos. Se utilizan para describir reuniones con actores gubernamentales y no gubernamentales, analizar las tendencias políticas del país receptor y realizar recomendaciones, entre otras funciones. Su nivel de franqueza se debe precisamente a su carácter reservado —por costumbre los cables sólo se desclasifican a los 25 años–, lo cual permite que los funcionarios diplomáticos compartan impresiones con Washington sin temor a que éstas se conozcan públicamente.

Es exagerado afirmar, como lo ha hecho la Casa Blanca, que la publicación de los cables atenta contra la seguridad nacional estadounidense. Tenían acceso a ellos unos tres millones de oficiales civiles y militares. Y aunque algunos llevan la clasificación “no para gobiernos extranjeros” (noforn), ninguno está clasificado como top secret. Las revelaciones de que algunos líderes de Oriente Medio tienen posiciones más duras frente a Irán de lo que manifiestan en público; que Estados Unidos discute con Corea del Sur el futuro de su unificación con la del Norte, presiona a Pakistán o regatea con terceros países para que reciban los prisioneros de Guantánamo; y que China se distancia de Corea del Norte, difícilmente constituyen secretos de Estado.

Tampoco es probable que la filtración genere una crisis diplomática masiva, aunque sí una incomodidad considerable. Las representaciones de distintos líderes mundiales son bien rudas: Medvedev es descrito como el Robin del Batman Putin; Merkel como adversa al riesgo y poco creativa; Sarkozy como susceptible y autoritario; y Cristina Fernández como inestable emocionalmente. Pero como afirmó la secretaria de Estado Clinton, ¡de ella se han dicho cosas aún peores en privado!

Aunque todo el mundo sabe que existe, la “ropa sucia” de la diplomacia es incómoda, razón por la cual la comunidad diplomática puede reaccionar a las filtraciones con solidaridad y empatía en lugar de indignación. Sin embargo, al poner al desnudo las prácticas diplomáticas, el “cablegate” puede iniciar una nueva era en las relaciones internacionales en la cual la información secreta esté llamada a recogerse.

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