Difficult Days for Obama

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El sistema político de Estados Unidos está diseñado para que en las elecciones de mitad de mandato, o midterm, como se las denomina –donde se renuevan toda la Cámara y un tercio del Senado, más varias gobernaciones–, el presidente de turno pierda poder, mucho más si está en su segundo período, como es el caso de Barack Obama. Es un extraordinario juego institucional de pesos y contrapesos, que se repite religiosamente a lo largo de los años.

Presidentes tan emblemáticos como Dwight Eisenhower, Ronald Reagan, Bill Clinton y el propio George W. Bush padecieron los dos últimos años de sus gobiernos sin mayorías en el Congreso, lo que podría ser un consuelo para Obama, cuyo partido, que ya no mandaba en la Cámara, perdió, además, el control del Senado el pasado lunes. No se esperaba que los republicanos barrieran en la forma en que lo hicieron, pues obtuvieron gobernaciones importantes, como la de Florida, resultado que hace inevitable una proyección hacia lo que podría suceder en las elecciones presidenciales del 2016.

Todo apunta a que los estadounidenses no atendieron los logros de Obama, como la reducción del desempleo, la salida de la depresión y el arranque, aunque accidentado, de la reforma del sistema de salud, entre otros, y decidieron castigarlo a él y, por extensión, a su partido. Por eso prefirieron ver el vaso medio vacío, en el que su baja popularidad (40 por ciento) y las promesas aún incumplidas, como la reforma migratoria, pesan mucho en las urnas. Los avances en la economía fueron insuficientes, a su juicio. La llegada y el manejo del ébola, el avance en Irak de los yihadistas del Estado Islámico y el desafío del presidente Putin en Ucrania, que recuerda la Guerra Fría, sin duda contribuyeron al mal resultado.

Así las cosas, el presidente Obama tendrá que manejar un delicado equilibrio para sacar adelante las iniciativas claves. Si ya sufrió un bloqueo cuando su partido era mayoritario en el Senado, es de suponer que ahora encontrará muchas más trabas. Puede apelar al recurso de tomar decisiones por decreto, con lo que aprobaría sus proyectos, pero estos podrían ser revertidos por el siguiente gobierno, algo que no ayudará a que pase a la historia; o recurrir al convencimiento para que los republicanos asuman su rol como ‘partido de gobierno’, una imagen opuesta a la que mostraron hace un año, cuando paralizaron al gobierno federal en una pelea por el presupuesto.

Por todas estas particularidades del sistema estadounidense, también es ya tradición que en los dos últimos años de mandato el presidente de turno intente brillar más en política exterior que en interior, donde son menores las trabas con el Legislativo. Allí hay muchas carpetas aún por evacuar.

Capítulo aparte merece el análisis de hasta qué punto puede afectar el dominio republicano las relaciones con Colombia, en particular en lo referente al proceso de paz con las Farc. Aunque Bogotá ha gozado de respaldo bipartidista, se espera que las reservas republicanas sobre el papel de Cuba como sede y de Venezuela como garante no afecten la visión sobre las negociaciones ni impacten un posterior rol de Washington. La diplomacia colombiana tendrá que ser diligente para que esto no ocurra.

¿Un enorme desafío o una gran oportunidad? Son interrogantes que el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos tiene dos años para resolver.

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