Between Hiroshima and Fukushima

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Entre Hiroshima y Fukushima

No ha sido muy feliz para la Humanidad la historia de la energía atómica. En su dimensión científica, se trata de una aventura colosal que empieza en la Grecia del siglo IV a.C., con la teoría del átomo, de Leucipo y Demócrito, como la primera partícula indivisible de la materia. Luego vendrán Boyle, Lavoisier, Dalton, Avogadro, Canizzaro hasta Mendeliev y su clasificación periódica de los elementos, permitiendo el estudio de las radiaciones y el movimiento de las llamadas partículas atómicas. Un esfuerzo de siglos.

De aquel átomo, lo que interesa es la radiación, la cual revela la existencia de cargas eléctricas negativas y positivas en su interior. Entramos al universo del electrón y a la teoría de que el núcleo del átomo está formado por protones y neutrones, fascinante viaje al micromundo de energías y partículas. En el siglo XX, el paso siguiente fue la radioactividad. Henri Becquerel (1852-1908) y Pierre Curie (1859-1906) son los que anteceden a Albert Einstein (1879-1955) y su extraordinaria hipótesis de que masa y energía son dos aspectos de una misma realidad y una de ellas puede convertirse en la otra, fundamento teórico de lo que hoy se denomina energía nuclear. Francis Aston aporta, con su espectrógrafo de masas, el instrumento para “pesar” los átomos y descubrir los dos procesos en donde el desprendimiento de energía, según la hipótesis de Einstein, sería realmente extraordinario: por fusión de varios núcleos de átomos o por la fisión del átomo.

Einstein informa

El 2 de agosto de 1939, el propio Einstein le informa al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, que los trabajos de E. Fermi y L. Szilard “los cuales me han sido comunicados mediante manuscritos, me llevan a esperar, que en el futuro inmediato, el elemento uranio puede ser convertido en una nueva e importante fuente de energía”, la cual sería el resultado de una reacción nuclear en cadena que liberaría tal cantidad de energía que por su potencia podría ser utilizada para la construcción de “bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas.” (Carta de Einstein a Roosevelt)

En plena guerra mundial, frente al avance de Alemania y Japón, aquella posibilidad se transformó en proyecto y, más tarde, en realidad. El 6 de agosto de 1945, por orden del presidente Truman, cae en Hiroshima la primera bomba atómica. Con este terrible acontecimiento, entramos a la llamada “era nuclear”, transformando aquella poderosa fuente de energía limpia en una amenaza, en una maldición.

El 9 de agosto, otra bomba fue lanzada en Nagasaki. Entre ambos bombardeos, se estima que murieron cerca de 246 mil personas. El 15 de agosto de 1945, Japón se rendía ante aquella demostración inusitada no sólo de fuerza, sino de carencia de escrúpulos de un liderazgo que le abrió a la Humanidad una profunda herida en el corazón, quedando la ciencia supeditada a los intereses económicos y geopolíticos de la gran potencia norteamericana. ¿Fue lanzada la bomba atómica para derrotar definitivamente a Japón? ¿O fue, más bien, una advertencia a la Unión Soviética, la otra potencia vencedora? Dejemos al lector la respuesta.

Una posibilidad

Pero no todo quedó ahí. El uso de la energía nuclear con fines pacíficos se transformó en una posibilidad, mientras su utilización militar quedó limitada al club de las llamadas potencias nucleares: Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, China; y más tarde, India, Paquistán y Corea del Norte. Sin embargo, el uso pacífico de esta energía ha tenido sus altos y bajos. Lo principal está en los altos niveles de seguridad que exige el manejo de una central atómica, así como la ubicación y control del uranio como materia prima. Pero la gran paradoja que apreciamos al conmemorar los setenta años del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki es el hecho de que haya sido en suelo japonés donde la Humanidad ha podido apreciar los efectos de la energía atómica, tanto en su uso bélico como en su aprovechamiento pacífico.

Con ello nos referimos al fatal accidente en la central nuclear de Fu-kushima, el 11 de marzo de 2011, producto de un terremoto de magnitud 9,0 que sacudió al Japón y generó un maremoto que inundó la central atómica liberando gases radiactivos al exterior, con todos sus efectos en la contaminación de aire, agua y suelo más allá de la propia isla. El impacto ambiental de aquel accidente todavía se sigue evaluando y, con ello, los temores que genera el uso de la energía atómica en la opinión pública. No hemos logrado, pues, aprovechar a cabalidad esta fuerza de la naturaleza. ¿Será posible en el futuro? Seguramente que sí, pero a condición de saber que el Hombre no puede intervenir la Naturaleza a su antojo, ignorando las consecuencias.

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