Obama, ‘The Good Neighbor’

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Obama, “el buen vecino”

El espectador (Colombia)

Por Miguel Ángel Bastenier

2 de abril de 2016

El presidente Obama quiere poner en punto cero la relación con América Latina, o al menos con una parte y contando con que la “otra”, la bolivariana, no vive sus mejores momentos.

Y en el centro geométrico de ese “new deal”, un antiguo conflicto aislado en el congelador, Cuba, que aunque no esté aún plenamente homologada, considera susceptible de tratamiento. Eso es lo que nos dice el reciente viaje del líder norteamericano a Cuba y Argentina.

Seguramente hay que aceptar el manido adjetivo de “histórico” aplicado a las jornadas habaneras de Obama, pero yo prefiero calificarlo de “simbólico”, porque, sin haber generado todavía un cambio de fondo, es un símbolo que tiene tanto o más que ver con el resto de América Latina como con la propia Cuba. La Gran Antilla ya no asusta como agente de contaminación y en su carcasa sólo queda un nacionalismo antinorteamericano, que siempre tendrá público en el mundo de habla española; y ese público exigía la reintegración de La Habana en los foros internacionales, mayormente hemisféricos. Y un político perspicaz como Obama no podía dejar de percibir que para adoptar la nueva posición que quiere para Washington, la del buen vecino, había que hacer el gesto. Pero el viaje a la isla sólo es el fin del principio, en tanto que el embargo norteamericano, que sólo puede anular el Congreso, y aún a más largo plazo la devolución de Guantánamo, son los mojones de una verdadera y aún lejana normalización.

El paso por Argentina, menor sin duda si hablamos de hechos portentosos, es, sin embargo, un paquete completo, comienza y completa su significado augurando, desde ya, la mejor de las relaciones entre Washington y Buenos Aires. El viaje ha sido todo un regalo y una celebración. Regalo a un presidente que apenas lleva algo más de 100 días en la Casa Rosada y tiene ante sí un futuro económicamente difícil, un acto de fe en que Mauricio Macri es el tipo de gobernante que EE. UU. quiere como interlocutor en América Latina, sobre todo ahora que la pareja Lula-Rousseff, con sus problemas judiciales, tienen a Brasil relegado a un prolongado compás de espera. Anteriores visitas lo dicen todo: Hillary Clinton, cuando era secretaria de Estado de Obama, en su única gira por América Latina de 2010, visitó Uruguay, Brasil, Chile, Costa Rica, Guatemala y República Dominicana. Y el propio presidente en 2011 tocó de nuevo Brasil, más Chile y El Salvador. Y Macri le ha hecho el favor impagable a la diplomacia norteamericana de ahorrarle al peronismo kirchnerista en el poder en Buenos Aires, y una presidenta, Cristina Fernández, que aunque al líder demócrata le caía bien personalmente, no paraba de entonar las salmodias antiimperialistas del chavismo.

Finalmente, en clave interior norteamericana los movimientos de la presidencia han estado pensados tanto a favor como para atarle las manos a la que, aunque no haya sido nunca la niña de sus ojos, no puede por menos que desear que le suceda, Hillary Clinton.

Obama pretende dejarle el campo de lo más despejado a la candidata demócrata. En el mundo, en general, EE. UU. e Irán han firmado un trascendental pacto nuclear, pese a la oposición endemoniada de Israel; ha contenido la presencia militar norteamericana en Afganistán; y constreñido la intervención militar al empleo de la fuerza aérea y unidades especiales en Siria e Irak. En América Latina enfría el contencioso cubano y elige hombre ligio en el caso argentino. Pero también limita la capacidad de acción de una “presidenta” Clinton, que es muy dudoso que hubiera avanzado tanto en el planteamiento con Teherán y aún menos con La Habana.

Barack Obama, librado a sus mejores instintos, probablemente sería lo que en Europa se considera un socialdemócrata, bien que de moderación extrema, pero que en los parámetros norteamericanos y con las limitaciones que suponen las dos cámaras dominadas por los republicanos, ha tenido que hacer la política de lo posible. La mejor muestra de ello es la parálisis diplomática de EE. UU. en Oriente Próximo donde, aun malqueriendo al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha seguido fielmente la línea de Jerusalén en el conflicto por Palestina. Y la señora Clinton, que está de hoz y coz instalada a la derecha del presidente, difícilmente habría jugado a las sorpresas con los que han sido los adversarios de toda la vida, y seguramente hoy aún menos, cuando contempla la posibilidad de tener que enfrentarse para llegar a la Casa Blanca a un representante de la extrema derecha republicana, tanto el pintoresco, pero astuto y peligroso Donald Trump, como el previsible Ted Cruz.

Es lo que podríamos llamar el legado de Obama.

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