Hiroshima and Nagasaki

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Hiroshima y Nagasaki

La memoria de la utilización de la primera bomba nuclear para dar fin a la segunda gran conflagración mundial sigue pesando en la consciencia colectiva a pesar del transcurso de setenta y un años desde ese trágico suceso bélico que se llevó entre las patas a la población civil. No solamente por ello, pero sobre todo por estos hechos, el siglo XX se ha ganado el prestigio de la centuria más violenta en la historia de la humanidad.

A su enorme poder destructor, las armas nucleares suman la enorme contradicción que encierra el poder en la política internacional: eliminarlas es deseable, pero su posesión otorga fuerza y estatus. Por lo demás, es claro que las armas de destrucción masiva aseguran lo que los especialistas han conceptualizado como la destrucción mutua asegurada, ya que un hipotético enfrentamiento entre poseedores de este tipo de armamento no habría ganadores, ni perdedores dada la magnitud de la devastación que ello generaría mundialmente. Así de absurdo y realista es el desarrollo, posesión y posible utilización de armas de destrucción masiva.

Como es sobradamente conocido, en estas siete décadas, el adelanto científico también se ha hecho presente en la sofisticación del armamento en general, incluyendo el nuclear, el cual es ahora más letal, aunque menos cuantioso que antes dadas las reducciones operadas en las últimas décadas con base en tratados internacionales y compromisos entre los Estados poseedores. Cualquier reducción de armamento es una buena noticia, salvo por el hecho de que al menos en este caso, la ciencia y la tecnología aplicada han permitido que las armas sean más poderosas –y por ello que puedan eliminarse algunas- y que los ensayos para probar su efectividad no requieran de explosiones reales, sino de laboratorio informático. Probablemente la única noticia medianamente alentadora en el escenario internacional contemporáneo, en este terreno, sea el acuerdo logrado entre Estados Unidos e Irán, con el respaldo de las grandes potencias mundiales (Reino Unido, Francia, China y Rusia), más Alemania, para prevenir al régimen iraní de desarrollar armas nucleares, al menos por un tiempo que se espera sea prolongado. Todavía está por verse, sin embargo, la eficacia de largo aliento de este acuerdo de compleja instrumentación y cumplimiento.

Si bien los bombardeos nucleares en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki ocurrieron el 6 y 9 de agosto de 1945, la visita del presidente Obama en días recientes, en pleno mes de mayo, al monumento en homenaje a las víctimas directas e indirectas de las explosiones, construido precisamente en un descampado que produjo el estallido en la localidad de Hiroshima, ha traído a cuento con meses de adelanto esta remembranza, no exenta de simbolismos y abiertas contradicciones.

En principio, el gesto de un presidente estadunidense en funciones –el primero en la historia-, de acudir a rendir sus respetos es loable, es apenas un tímido esbozo de sus promesas originales de buscar un mundo libre de armas nucleares, que le valieron –apresuradamente- el premio Nobel de la Paz en 2009. El hecho de que debía o no pedir disculpas no solamente parece trivial a la cuestión sustantiva, sino que incluso, de haberse dado, tampoco hubiera representado ningún avance concreto a las promesas de un dirigente rodeado de un aura de paz más virtual que real. Por lo demás no sorprende que un mandatario estadunidense no haga actos de contrición, si se toma en consideración, aunque sea por un minuto, que las acciones bélicas de ese país a lo largo de la historia obedecen a un pretendido destino manifiesto.

Más que la pertinencia o no de las disculpas, parece relevante lo que implicaría un acto como éste para la renovación y profundización de la relación especial que mantienen Estados Unidos y Japón, particularmente en el contexto asiático en evolución, en el que la presencia china representa un desafío creciente a la estabilidad de esa alianza transpacífica, al igual que en el caso de Vietnam, otra de las paradas del presidente estadounidense en su periplo por esa región, por cierto. No debe obviarse que el premio Nobel de la Paz anunció por todo lo alto, el levantamiento al embargo de armas al régimen vietnamita.

Probablemente sería injusto culpar directamente a Obama de la responsabilidad directa de esta profunda contradicción, pues en buena parte corresponde a quienes le otorgaron con prisa y poca reflexión, la distinción más prestigiosa que existe en el sistema internacional para reconocer a las personas y organizaciones que trabajan en favor de la paz mundial. Como presidente de un país no de amigos sino de intereses, parafraseando a un clásico de la política realista, queda claro que optó por el mensaje de Estado y no el del emisario de la paz.

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