Trump, the False Anti-Political Revolution

<--

Él lo declama, ellos le creen. La historia y la realidad se atreven a contradecirlo.

Donald Trump jamás esquiva la oportunidad de autoproclamarse el nuevo líder de la revolución de la antipolítica, el único hombre capaz de derrotar al establishment que, desde Washington y Wall Street, conduce inevitablemente a Estados Unidos a la decadencia económica, política, diplomática y cultural.

Por lo menos los 11,5 millones de norteamericanos que hasta ahora votaron por él en las primarias republicanas están de acuerdo con ese mensaje. Otros tantos aseguran en las encuestas que el empresario será su elegido para la Casa Blanca en los comicios de noviembre próximo.

Se inclinarán por él a pesar de que la realidad desmiente diariamente a Trump y su pretensión de ser el héroe de la antipolítica.

Su estilo divide, polariza. Su sustancia -o lo poco de ella que mostró hasta ahora- propone soluciones antiguas y de dudoso éxito para los problemas de hoy y de mañana de uno de los países más innovadores en la historia de la humanidad.

Más que antipolítica, lo suyo es la vieja política.

Trump no es el primer dirigente estadounidense que, con una enorme intuición y una mayor capacidad para comunicarse, escucha el malestar, se adueña de él y promete repararlo. Promete alivio para esa sensación de pérdida de privilegios y espacios propios de un grupo de norteamericanos.

En los años 60, lo hizo con igual fuerza y similar recepción en Estados Unidos George Wallace, tres veces gobernador de la conservadora Alabama, varias veces precandidato presidencial y uno de los políticos más carismáticos de esa tormentosa época de la historia norteamericana.

Al avance de los derechos civiles y de la lucha política de las personas de color Wallace contraponía frases cortas, punzantes y efectistas. A problemas sensibles y de soluciones muy poco evidentes respondía, como Trump, con eslóganes. “¡Segregación ya, segregación mañana, segregación siempre!”, decía, hace medio siglo, Wallace. “Está helando y nevando en Nueva York. ¡Necesitamos el calentamiento global!”, dice, hoy, Trump.

La diferencia está en el alcance. El magnate convierte esas frases en tuits que luego sus seguidores viralizan por millones o en declaraciones que enfervorizan actos multitudinarios y alimentan a una prensa que, desconcertada y a la vez hipnotizada, reproduce cada palabra de sus discursos.

La vieja política de Trump no encuentra sólo comparación en Wallace. Cruza fronteras hacia el Sur. El empresario inmobiliario se proyecta como un salvador del orgullo nacional. Se presenta como el abanderado de las necesidades de los olvidados del sistema. Promete salidas fáciles y rápidas para dilemas complejos. Insulta y desprecia a sus oponentes, incluso si -como los Clinton- alguna vez fueron sus amigos. Se acerca o se aleja de su partido por estricta conveniencia. Le importa poco si lo que dice es una mentira flagrante.

Trump es maleable ideológicamente, a pesar de querer identificarse, por necesidad electoral, con una determinada línea de pensamiento. En caso de que sus principios no sirvan, encuentra otros, como hizo con el aborto (hace unos años lo apoyaba, ahora no). Sus fanáticos no permiten que se lo cuestione. Y sus detractores se dejan arrastrar por la misma oleada de intolerancia.

¿A quién hace acordar el magnate si no a un caudillo latinoamericano, a un cultor del populismo desde la Argentina y Brasil hasta Venezuela y Nicaragua, del siglo XX al XXI? Sin embargo, las causas de su ascenso y las de los líderes populistas latinoamericanos también comparten una raíz. Perón, Getúlio Vargas y Chávez emergieron porque había una demanda silenciada que llevaba la cara de la pobreza, la exclusión, la desigualdad o la falta de oportunidades. Ellos la escucharon y le dieron voz. Y ganaron poder allí donde otros se habían mostrado indiferentes.

A lo largo de la campaña, Trump amplificó cada vez más un malestar que incluye algunos de esos ingredientes y les agrega otros, un malestar que hasta el propio Partido Republicano desoyó o, tal vez, nunca comprendió .

Poco se parece este Estados Unidos al que recibió el demócrata Barack Obama, en 2009, de manos del republicano George W. Bush. La crisis financiera que empezó en ese país y se contagió a todo el mundo no fue el apocalipsis norteamericano que muchos preveían. En los casi ocho años de gobierno de Obama, la economía se recuperó y volvió a crecer, aunque de a poco y sin sorpresa. Obama podría irse contento en enero próximo. Pero no debería. Si bien el empleo se recuperó, no sucedió lo mismo con los salarios ni con el nivel de vida. El ingreso promedio de un hogar cae y cae y, con él, se desvanece el “sueño norteamericano” de la clase media blanca. Eso no pasó inadvertido para el gobierno, pero poco se hizo para revertirlo.

Allí, en esas ilusiones perdidas de millones de norteamericanos, abreva Trump. Ellas y los bolsillos enflaquecidos alimentan, además, los prejuicios más profundos.

Pero si el surgimiento de Trump y de los caudillos latinoamericanos comparte causas, sus consecuencias pueden ser diferentes. La incompetencia y la obcecación política de un caudillo regional pueden hacer que su país implosione, pero la onda expansiva sería limitada. Ése no sería el caso si la Casa Blanca estuviese conducida por un populista apegado a la vieja política. El riesgo global sería mayor y el alcance de los daños, insospechado.

Las soluciones que Trump plantea para los desafíos norteamericanos pueden terminar siendo eso: peligros mundiales.

Para reanimar definitivamente la economía y las arcas del Estado, el magnate propone, por ejemplo, una revolución energética basada en más fracking para conseguir petróleo y gas, la reactivación de la industria del carbón y la desregulación casi total del mercado. Más allá de que el impacto ambiental sería descomunal, el magnate parece ignorar que el precio del crudo y del gas se desplomó en los últimos años precisamente porque Estados Unidos aumentó su producción gracias al fracking. Una economía global casi paralizada y un exceso de oferta volverían a hacer bajar el precio del barril.

Ésa no es la única receta vieja de Trump para problemas actuales. La más conocida es, probablemente, la del muro en la frontera con México para detener la inmigración.

Además de medieval, esa solución alentaría a otras naciones a levantar murallas, lo que derivaría en mayores divisiones globales y mayor parálisis diplomática ante los desvelos del planeta. A Trump hoy le sirve dividir, pero al mundo no.

About this publication