A Year of Trump

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Un año de Trump. Un año de pesadilla, en el que los despropósitos se han sucedido —y escalado— conforme las investigaciones que ligan al Presidente norteamericano con el gobierno ruso siguen avanzando: las decisiones incomprensibles de Trump, que por su calibre llenan los titulares, han ocurrido justo en los momentos en los que le interesaba mantener la atención mediática lejos de las investigaciones.

Unas investigaciones que terminarán tocándolo. Por eso no cree en ellas, y prefiere ponerse del lado del Presidente ruso antes que de las agencias de inteligencia de su propio país: las declaraciones del fin de semana no hacen sino reflejar su desesperación. A un año de la elección que lo llevó al poder, poco tiene que celebrar un Presidente cuyas reformas no alcanzan el consenso ni siquiera entre sus correligionarios, que ha demostrado su poca capacidad ejecutiva y de negociación —lo que supuestamente era su principal atributo— y tiene al mundo al borde del colapso ambiental y la guerra termonuclear. America is not great again.

Not great again, at all. El mundo ha perdido el respeto por una nación que no sólo parece odiar a las demás naciones, sino odiarse a sí misma con un rencor escalofriante que se desata lo mismo en escuelas que en centros comerciales, conciertos, iglesias o en las mismas calles. Un rencor que Trump no duda en exaltar con sus declaraciones exacerbadas, sus políticas racistas, su apoyo a los supremacistas blancos. El mundo ha perdido el respeto por una nación cuyo Presidente parece doblarse ante sus mayores enemigos políticos y económicos, y que se muestra servil y acomodaticio ante rusos y chinos. El mundo ha perdido el respeto por la nación más poderosa del mundo y las respuestas pueriles de Donald Trump ante las amenazas de Corea del Norte: el mero hecho de que el Presidente de Estados Unidos utilice, de manera oficial, los términos “gordo y chaparro” para insultar al mandatario de otra nación suponen no sólo un riesgo innecesario sino una erosión de la figura presidencial que ninguno de sus predecesores se hubiese permitido. Trump es un hombre que divide, en lo interno y en lo externo: blancos contra negros, conservadores contra liberales, deplorables contra fake news, Brexit contra Unión Europea, tratados individuales contra tratados regionales, bad hombres contra los que es necesario un muro.

Un año que podría ser el último que concluya si las investigaciones de la trama rusa continúan por el curso que parecen seguir, y las agencias de inteligencia norteamericana toman de manera personal una afrenta ante la que, por otra parte, respondieron de inmediato. Trump se ha dado un balazo en el pie de manera completamente innecesaria, retando al enemigo equivocado y minando —aún más— su credibilidad en el camino: a la velocidad en que se están presentando los hechos, es más que previsible que la situación se escale y surjan nuevos acontecimientos durante estos días.

Nuevos acontecimientos que, como es previsible también, tratarán de ser ahogados en el marasmo habitual de los tuits y las declaraciones con las que el prestidigitador de la Casa Blanca ha mantenido a raya a la jauría de la base dura que lo apoya. Una base dura que comparte el odio generalizado del mandatario norteamericano y que no sólo cree a ciegas en cualquier medida que lo afirme, sino que está dispuesta a aplaudirlas conforme supongan más crueldad. Cualquier cosa puede ocurrir: vivimos en tiempos en los que el capricho —y la desesperación— de un anciano senil pueden causar, lo mismo, la muerte de millones de personas por una guerra nuclear que un desastre en el medio ambiente o la deportación masiva de jóvenes inocentes. Justo en la semana en que continúan las negociaciones del Tratado de Libre Comercio.

¿En verdad vamos a seguir hablando de avionetas?

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