The Defeat of Triumph

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DEBIÓ SER PROTAGONISTA EN noche para una sola estrella, con puesto asegurado en la historia de uno de los deportes más nobles, caracterizado porque camaradería y deportividad van de la mano pese a la ausencia de tregua en un choque de mentes y músculos sin límite de tiempo. El relato ya es otro, y el triunfo de una joven de apenas 20 años en la cumbre del tenis, el Abierto de los Estados Unidos, ha quedado en la red de la controversia por las decisiones del árbitro ante las faltas evidentes de la favorita, Serena Williams.

Pasión por esa disciplina aparte, el torneo sería otro más a no ser porque la ganadora, Naomi Osaka, reúne características fuera de serie y una humildad que contrasta con el comportamiento de la celebridad del tenis femenino, autoproclamada La Reina. Con justa razón, podría argumentarse: 23 palmarés testimonian un desempeño excelente aunque no exento de controversias.

Tanto Naomi como Serena encajan en las llamadas minorías de la nomenclatura social norteamericana. Una, de raza mixta; la otra, afroamericana y favorita para escalar el peldaño 24 en el retorno a Flushing Meadows después de una maternidad de cuyas consecuencias físicas se desprendió con prontitud admirable. Con la celeridad con que acostumbra despachar a sus rivales. La frustración, evidente. La Reina no atinaba a despejar las incógnitas de unos reveses espectaculares, de una derecha encendida en búsqueda constante de ángulos imposibles en la pista; y un servicio alucinante que puede remontar los 200 kilómetros por hora, velocidad de espacios masculinos.

Un contundente 6-2 en el primer set dejaba a los incrédulos a medio camino. Se escribía realidad y no ficción aquel anochecer lluvioso en el Nueva York del sábado pasado. Al borde de la histeria, serena solo de nombre, La Reina perdió la corona de la compostura. Y de la decencia, porque insultar al árbitro sienta muy mal en los cánones del fair play aparejado al tenis sin posibilidad de revocación. Las sanciones compaginaban con el reglamento. La última, un game del que sería el set final, simplemente apresuró lo que se veía venir: una nueva campeona. Y lo es Naomi Osaka por su grandeza raqueta en mano y por una conducta que acusa todos los rasgos de lo multirracial que lleva dentro y fuera.

Que si la invocación de sexismo estrujada por Serena al árbitro portugués se sostiene. Que si hay un doble estándar dependiendo de si los oponentes son hombres o mujeres. Que si el color de la piel de Serena pesó más que el reglamento. Todo un nudo gordiano que cede ante el tajo de una verdad incontrovertible: la oponente es de madre japonesa y padre haitiano. La historia de su corta vida profesional carga años intensos, de lucha contra innumerables prejuicios. En ese lado de la cancha de la vida, tiene méritos como Serena Williams. A Carlos Ramos se le reconoce en los circuitos como un juez implacable, con venda en los ojos a la hora de imponer sanciones. Como alguien ya dijo, en el tenis no hay un reglamento a la carta y las estadísticas derrotan la apuesta sexista.

El triunfo de Naomi Osaka importa más que la controversia. La tenacidad en su estilo, la calma ante la tormenta de oponentes experimentados y una concentración sorprendente, explican la victoria, la superioridad frente a Serena Williams. Esa fuerza de espíritu le viene en el ADN. La historia de sus padres es de resistencia frente a la adversidad, factor que a menudo se repite en los migrantes, tan rechazados y tan centrales en la evolución cultural y en todos los órdenes de las sociedades.

Leonard Maxine François y Tamaki Osaka se conocieron, enamoraron y casaron en Japón. Pecado mayor en un país reconocido por su homogeneidad racial, más en lugares apartados como la aldea de Nemuro, en un recoveco de la isla de Hokkaido. Lo imposible y el amor con frecuencia riñen, para desgracia del primero. A los ojos de los padres de Tamaki, el romance entre un negro extranjero y su hija significaba un baldón para la familia. Con dos hijas procreadas en Osaka a donde se trasladaron y vivieron varios años, retornaron a los Estados Unidos, al rincón de Long Island, Nueva York, que han hecho suyo decenas de familias de origen haitiano.

A François se le metió entre ceja y ceja emular al padre de las Williams. Con el mismo rigor las enfiló hacia una carrera en la que ya Naomi se ha hecho un nombre. Decidió correctamente cuando la inscribió en la Federación Japonesa de Tenis, avisado de que las posibilidades de patrocinio eran mayores que en el competido mercado norteamericano. Una desgracia familiar en el Japón tradicional de los padres de Tamaki Osaka ha mutado en bendición. Profeta en la tierra que la vio nacer, Naomi ha regresado triunfante. Su color no oscurece rasgos claramente orientales, como sus ojos rasgados. Sobresale, y es notorio en el ambiente tenístico de celebridades, la humildad próxima a la timidez. En el podio durante la premiación en Nueva York, se excusó ante el público porque había derrotado a la favorita Serena Williams.

La belleza de Naomi Osaka se mira en el espejo de lo multicultural. En esa combinación de lo tradicional (saluda con una reverencia) y lo moderno (idolatra a Beyoncé). Binacional, es la primera japonesa en ganar un trofeo mayor en tenis. Sus raíces familiares le han abierto un mundo de posibilidades, de riquezas intangibles no menos valederas que los millones de dólares que le esperan en nuevos contratos de patrocinio. Responde en inglés a las preguntas en japonés, idioma que entiende perfectamente y en el que se siente insegura expresándose. La nacionalidad importa poco, no así la herencia cultural que le viene de padres de razas, costumbres y pasados muy diferentes. Leonard Maxime François nació en Haití, fue a la universidad en Nueva York y fundó un hogar en Japón. Lo haitiano, japonés y norteamericano conviven en una armonía enriquecedora a la que, sin duda, Naomi debe en parte el talento que desborda la consistencia de su juego y la eficacia de sus movimientos y estrategia.

Es, el tenis, un deporte para personalidades fuertes. En la cancha no hay equipo, solo dos contendores en la soledad del desafío, confiados a sí mismos. El coaching está prohibido en el tenis masculino. Se permite en el femenino, con permiso del árbitro y en la pista; no desde las graderías, como ocurrió en el caso de Serena Williams en el partido contra Naomi Osaka. El estímulo debe venir de las profundidades del espíritu, donde se necesita un depósito inconmensurable cuando se tiene enfrente a un rival de categoría; o los errores no forzados se acumulan, los golpes se escapan de los límites o se estrellan contra la red.

Ayuda, deduzco, abrevar en la resiliencia de varias culturas y encontrar en ellas la fuerza para un envite más. Sin dejar de ser uno. Naomi, con la franqueza y sencillez con que se expresa, con más sentimiento que palabras, ha descrito su personalidad multicultural: “No pienso mucho sobre mi identidad o lo que sea. Para mí, soy yo y ya está. Yo sé cómo fui educada. La gente dice que actúo como japonesa, así que imagino que hay algo de eso”.

En otra entrevista, había explicado que creció en Long Island en medio de las dos culturas, haitiana y japonesa, en la casa de los abuelos. Un amplio reportaje en The New York Times ilustra: “Sus abuelos, que no hablaban inglés, llenaban el ambiente con el creol y el aroma de los guisados haitianos picantes. Su madre les hablaba en japonés a ella y a la hermana. Les preparaba meriendas de bolas de arroz con algas para la escuela y las vestía con kimonos” en días especiales. En el tenis caben todas las culturas, razas y colores. Y se juega en silencio.

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