An Impeachment for the 21st Century

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Un “impeachment” para el siglo XXI

En comparación con Nixon, el presidente Trump llega con todas las de ganar a su juicio político

Parte de la longevidad de la Constitución asumida por Estados Unidos desde 1787 se vincula a su concisión. En lo que respecta al «impeachment», las reglas del juego constitucional de esta veterana democracia se limitan a indicar dónde tiene lugar el juicio político contra presidentes, vicepresidentes y otros oficiales civiles que hayan avasallado sus privilegiadas posiciones en el gobierno y la judicatura federal. Sobre las maneras y los tiempos, la Carta Magna no dice mucho más.

Toda esta nebulosa imprecisión se ha visto complicada por una batalla de procedimiento librada por un número suficiente de republicanos leales a Trump y la mayoría demócrata que controla la Cámara Baja. Finalmente, tras casi un mes de impasse, el proceso ha sido reactivado. Las acusaciones formalizadas contra el presidente –abuso de poder y obstrucción al Congreso– han sido remitidas desde la Cámara de Representantes hasta el Senado. Una distancia físicamente corta en el majestuoso edificio del Capitolio pero políticamente enorme.

Este nuevo escenario supone que el juicio político contra Trump arrancará la semana que viene, aunque de antemano no se atisba una mayoría de dos tercios en la Cámara Alta para condenar e inhabilitar al presidente. Pese a las intensas comparaciones, el predicamento de Trump no tiene nada que ver con el de Nixon, que optó por la dimisión ante la perspectiva de un veredicto condenatorio. En 1974, el drama nixoniano quedó sentenciado por un pésimo escenario económico, la quiebra en la lealtad de los republicanos a su presidente y una estructura de medios de comunicación monolítica.

En comparación, Donald Trump llega con todas las de ganar a su «impeachment». El espectáculo que ofrecerá Washington a partir de la próxima es cien por cien político y muy poco judicial. Los senadores son jurado y juez, no existen rigurosos criterios probatorios, el castigo no es penal y no hay apelación. Es más bien una crisis constitucional más o menos controlada que se dirime con ayuda de redes sociales y mucho cálculo electoral en un país profundamente fracturado.

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