Aunque los Estados Unidos nacieron como una prolongación de Europa -los «peregrinos» del Mayflower buscaban un terreno más propicio para su «sueño europeo» y los padres de la Constitución eran todos ilustrados que plasmaron en ella los ideales de la Revolución Francesa debidamente embridados-, la realidad es que Estados Unidos y Europa han seguido caminos muy distintos, notándose entre ellos una tensión, creciente, conforme aquéllos subían y ésta bajaba. Manteniendo, eso sí, la raíz común que les da la cultura greco-latina, las categorías occidentales y la religión cristiana, adaptadas en Estados Unidos a la diversidad de las gentes que han ido formándolos, mientras a Europa, mucho más hecha, le cuesta absorber a los que llegan e incluso no ha podido evitar las continuas peleas internas. Estados Unidos tuvo una guerra civil. Europa, doscientas.
He repasado algunas de las opiniones de los norteamericanos sobre Europa, y la que más me ha convencido es la de James Baldwin: «Europa tiene lo que nosotros no tenemos: un sentido de lo misterioso e inescrutable, límites de la vida, en una palabra, un sentido de tragedia. Mientras nosotros tenemos lo que ella más necesita: un sentido de las posibilidades de la vida.» A lo que podía añadirse: por eso los norteamericanos son optimistas y los europeos, pesimistas. «Siento inclinación a percibir la ruina de las cosas por haber nacido en Italia» dice un personaje de Arthur Miller.
La diferencia es tal que, pese a compartir cultura, y en el caso del Reino Unido, lengua, nos resulta difícil entendernos e incluso puede hablarse de una rivalidad basada en tópicos por ambas partes. El europeo, sobre todo el que no conoce Estados Unidos, mira con aires de superioridad «la poca cultura» del norteamericano, su «comida basura», su desaliñado vestir. Lo que no le impide ignorar lo que ocurre fuera de su círculo, atiborrarse de hamburguesas e ir como un adefesio en cuanto puede. Algo que hizo decir a Mary McCarthy, buena conocedora de ambas riberas del Atlántico, «Europa es el negativo de la foto revelada en América.» Y a Emerson, «Vamos a Europa a americanizarnos,» es decir, a reafirmarnos en nuestro americanismo. Algo así como el del que visita el pueblo de sus abuelos, que le encanta, pero no se quedaría a vivir en él aunque le matasen.
De todas formas, el substrato común está ahí, operante y recalcitrante por ambas partes. Los europeos sienten curiosidad por los Estados Unidos y les chifla recorrer aquellos escenarios que han visto en películas y televisión -el último, la zona cero-, sintiéndose como un extra en los mismos. Mientras a los norteamericanos les preocupa reconocer ciertos rasgos europeos. «¿Es que no podemos extraer de nuestro cerebro la tenia europea?,» se preguntaba Emerson sin poder disimular su enfado.
Posiblemente, no. Como tampoco podemos los europeos liberarnos de la tenia norteamericana. Personalmente, no veo nada malo en esa rivalidad mientras sea tensión creativa. Lo que rechazo es la actitud europea de echar a los Estados Unidos la culpa de todos los males que nos afligen, desde los asesinatos múltiples a la crisis económica. Una tesis tan autocomplaciente como falsa. Esta Europa que se presenta como una inocente doncella mató a lo bestia el pasado siglo y los anteriores. Aunque también es verdad que no le falta parte de razón al atribuir a los norteamericanos buena parte de la culpa de los acelerones que ha dado nuestra historia reciente, con su correspondiente vértigo. Si se hubieran quedado en su casa, en vez de desembarcar en Normandía con un coste de miles de muertos, Europa estaría hoy tranquilísima dentro de un Tercer Reich, donde no habría atracos ni violencia callejera ni, desde luego, inmigrantes africanos o asiáticos. Del mismo modo, si los norteamericanos no se hubieran puesto firmes en 1945, los tanques rusos hubieran llegado al Atlántico y hoy estaríamos gozando del paraíso soviético, lo que sin duda alegraría a unos cuantos, aunque dudo que al resto. Algo parecido puede decirse del Plan Marshall. Si en vez de ayudar a la reconstrucción de la Europa occidental, los norteamericanos se hubieran desentendido de ella, a estas alturas los europeos estaríamos preocupados por los kilos que nos faltaban, en vez de por los que nos sobran.
Sí, los Estados Unidos son culpables de la comida basura, de las infames series de televisión, del deterioro del medio ambiente, del aumento de la violencia y, en general, de todos los males que afligen a nuestra sociedad, copiada en buena parte de la suya. Pero son sobre todo culpables de no haber sabido cumplir con el papel que les correspondía. La historia les ha convertido en el imperio más «total» que se haya conocido desde el Romano. Pero los Estados Unidos no están preparados para ello. Son una nación de agricultores y comerciantes, que llegaron a la parte septentrional del Nuevo Continente en busca de «un lugar en el sol», sin importarles nada más. Les falta ese sentido de mando, de norma, que tenían los viejos romanos o los ingleses de la era victoriana, e impusieron a sus respectivos imperios: todo el mundo a vivir y a trabajar en paz, y al que se moviera, palmetazo. Pero los Estados Unidos no han exportado un orden porque no lo tienen. Mejor dicho, han exportado «su» orden, que es un desorden creativo. Lo malo es que no sirve para los demás, donde se convierte en desorden a secas.
De todas formas, algo ha cambiado con la llegada de Obama a la Casa Blanca, tanto para ellos como para nosotros. Hemos pasado de que los Estados Unidos son los culpables de todo a verlos como la posible solución de todo. «A ver si el negrito ése nos arregla la crisis,» oigo decir a gentes que sólo tenía improperios para los norteamericanos. Mucho me temo que Obama, con suerte, podrá sacar a su país de la crisis. Pero eso no significa que salga el resto del mundo. Se trata de gobiernos y pueblos tan distintos que las medidas con éxito en una parte no lo tienen, o ni siquiera pueden aplicarse, en la otra. Con lo que me temo que dentro de poco volvamos a lo de siempre: la culpa es de los norteamericanos. Presiento, además, unos Estados Unidos cada vez más distintos de Europa, conforme sus minorías extraeuropeas, que hasta ahora han tenido allí muy poco que decir, adquieran mayor protagonismo. Tenemos ya el primer presidente afro-americano, pero el día que un asiático-americano, la minoría más pujante, llegue a la Casa Blanca, puede producirse un auténtico vuelco.
Pero me estoy adentrando en el capítulo de las profecías, siempre peligroso. Trataba sólo de mostrarles las semejanzas y diferencias entre Estados Unidos y Europa, mayores de lo que creen tanto los optimistas como los pesimistas. Incluso el euro-americano, es decir el norteamericano con antecesores europeos, se encuentra extraño en él, porque compartimos cultura, pero no actitudes, más importantes en la vida. «El Este es el Este; el Oeste, el Oeste, y nunca se encuentran,» reza el axioma. Pero se encuentran. En Estados Unidos. Si todos los caminos llevaron un día a Roma, hoy llevan a USA.
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