Irene en Nueva York
Cada verano vemos imágenes de huracanes azotando islas caribeñas. Las fotos de ciudadanos protegiendo sus ventanas con tablones, de palmeras despeinadas por el vendaval o de alarmantes formaciones nubosas acercándose a un vecindario ya barrido por la lluvia impresionan a telespectadores de todo el mundo. En este sentido, el verano del 2011 ha sido distinto: el huracán Irene ha recorrido de sur a norte la Costa Este de Estados Unidos. Dicha franja de territorio, con sus 65 millones de habitantes, es la más poblada de EE.UU. y alberga centros de poder como Washington, Baltimore, Filadelfia o Boston. Y también Nueva York, que ha encarado a Irene con una gran operación preventiva: 370.000 personas fueron evacuadas de sus zonas inundables, y el transporte público fue cerrado el fin de semana: la amenaza del huracán se cernía sobre la gran urbe.
El domingo, Irene pasó por Nueva York sin causar los daños anunciados. El viernes, el presidente Obama había alertado aún que sería un fenómeno histórico. Pero para cuando llegó a la ciudad de los rascacielos había sido degradado de huracán a tormenta tropical. Ayer la ciudad empezaba a recuperar la normalidad. Ciertamente, Irene no ha sido inocuo: ha ocasionado una quincena de muertos y decenas de millones de dólares en pérdidas, ha forzado la cancelación de alrededor de 10.000 vuelos y privado de luz a unos cinco millones de domicilios. Pero, por fortuna, los daños causados fueron menores que los temidos. Y, de inmediato, empezaron a formularse preguntas. ¿Habían sido las autoridades en exceso prudentes? ¿Habían aprovechado –tanto el presidente Obama, como el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg– la ocasión para exhibir, a bajo coste político, sus dotes de liderazgo?
Antes de responder a estas cuestiones, conviene considerar dos datos. El primero nos recuerda que el huracán Katrina dejó en el 2005 más de 1.800 muertos y devastó Nueva Orleans mientras, de paso, mellaba la reputación del presidente Bush. El segundo nos indica que Irene ha hallado potentes altavoces en unos medios de comunicación muy sensibles a este tipo de perturbaciones y, sobre todo, en las nuevas redes sociales, donde se han transmitido al segundo sus avances.
Dicho lo cual, es preciso concluir que ante un fenómeno natural como el que parecía iba a ser Irene toda precaución es poca. Las críticas que puede recibir un político por mostrarse en extremo precavido se olvidan pronto. En cambio, las que merece la imprevisión –con su estela de pérdidas humanas y materiales– son muy lamentables y perviven en la memoria popular.
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