La guerra modela a quienes la dirigen de forma muy similar en todas las épocas y regímenes. Hay muchas similitudes entre un general victorioso del imperio romano y otro de los imperios de nuestros días. Hay que tener una personalidad muy especial para manejar un poder directo que cambia fronteras, destruye naciones y ciudades y arrebata vidas, salud y haciendas a millares de personas por una mera orden ejecutiva. Y esta personalidad pretoriana suele proyectarse de forma similar en todas las situaciones y contextos.
Ni siquiera la democracia liberal y los Estados más evolucionados consiguen un perfecto sometimiento del poder militar al civil cuando hay generales victoriosos de por medio, envanecidos por sus victorias y vitoreados por los ciudadanos y, en nuestra época, por los medios de comunicación. Así es como se reproduce la tendencia que hemos visto proliferar en regímenes autoritarios a la creación de un mundo aparte, mimado por los presupuestos del Estado, lleno de prebendas y privilegios e intoxicado por una endogamia que se niega a someterse a las normas, al escrutinio y, en época de vacas flacas, a la dieta de adelgazamiento que afecta a todos.
La república pretoriana, cuando se consolida como un mundo aparte, funciona con reglas distintas e incluso contrapuestas a las del resto de la sociedad: es socialista en sistemas liberales o liberal en sistemas socialistas. Lo vimos en la desaparecida Unión Soviética, en la que la única economía que funcionó con eficacia hasta el último día fue la militar. Lo hemos visto en Egipto, donde un 30 por ciento de la economía del país está en manos de los militares, que hasta la llegada de Morsi a la presidencia pugnaban todavía con los Hermanos Musulmanes por conservar el derecho a inmiscuirse e incluso vetar las decisiones políticas del Gobierno.
También funciona como un mundo aparte en Estados Unidos, tal como nos va revelando poco a poco el caso Petraeus, que ya es también el caso Allen, donde lo menos interesante no son los devaneos sexuales o sentimentales de los generales sino el tren de vida y los privilegios que gozan estos personajes, idolatrados por la sociedad, temidos y respetados por los políticos, adulados por los periodistas y dispuestos a imponer sus puntos de vista y sus decisiones al propio Gobierno y al presidente.
Lo que importa en todo este escándalo no es conocer el tráfico erótico por los catres castrenses sino lo que refleja el impresionante tren de vida y la parafernalia que rodea a estos militares, reflejo de un poder inmenso capaz de imponer sus criterios sobre los poderes civiles, Gobierno y Congreso, en las decisiones sobre la guerra. Poco se ha hablado de esta cuestión preocupante, pero el culebrón alrededor de Petraeus, el general mimado, algo obligará a cambiar en la relación entre militares y civiles en Estados Unidos después de dos guerras que han alimentado hasta límites excesivos el poder de los primeros.
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