Por fin, después de una carrera política de más de 25 años, Hillary Clinton logra la designación como candidata del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos. Si Obama rompió en 2009 el tabú racial convirtiéndose en el primer presidente afroamericano, Hillary tiene ante sí otro techo que romper: el de ser la primera mujer en llegar a la Casa Blanca.
Su candidatura marca otro hito relevante para la democracia estadounidense, que concedió el voto a las mujeres en 1920 después de una serie de duras batallas políticas y judiciales impulsadas a partir de 1869 por el movimiento sufragista, pero que hasta ahora no había logrado que ninguna de las candidatas que se habían presentado a las primaras lograra la designación.
Paradójicamente, pese a los perfiles esperanzadores de Obama y Hillary, y pese a la longevidad de la democracia de Estados Unidos, los problemas raciales y las desigualdades siguen muy presentes en la política del país y serán, de hecho, un elemento central de la campaña. Primero porque el Partido Republicano ha designado a un candidato abiertamente xenófobo, racista y misógino. Segundo, porque la desigualdad es, además de las relaciones raciales, el principal problema que enfrenta la nación y el que —como han puesto de relieve, desde énfasis y planteamientos radicalmente distintos, las campañas de Bernie Sanders y Donald Trump— más preocupa a los estadounidenses.
El reto al que Hillary Clinton se enfrenta ha sido expuesto por Obama con su habitual elegancia e inspiración. Se trata de unir a los estadounidenses bajo aquellos valores que mejor representan el sueño americano: la promesa de una igualdad real ante la ley y, también, de que todos puedan acceder y compartir la prosperidad. Solo cabe desearle suerte. Por el bien de todos.
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