La revancha del hombre blanco
Trump es el primer candidato a presidente de EEUU que flirtea con la idea de la ‘supremacía blanca’ y la coloca en el centro del discurso. Con ello normaliza a fuerzas reaccionarias que temen los cambios sociológicos y se situaban al margen del sistema
De todas las encuestas y números publicados sobre la elección presidencial en Estados Unidos el mes que viene, hay un grupo de datos que saltan a la vista y proporcionan una de las pistas clave para entender el fondo de uno de los ciclos electorales más trascendentes de la historia de ese país (un analista calificó la elección de “extinction-level event”, es decir, un evento con el potencial de extinguir lo que conocemos como Estados Unidos). Según cifras de ABC/Washington Post, entre votantes blancos Donald Trump adelanta a Hillary Clinton por 12 puntos. Si lo subdividimos en votantes blancos, hombres, el porcentaje aumenta a casi 30. Y si lo subdividimos aún más, en blancos, hombres y sin estudios universitarios, el porcentaje a favor de Trump es de 40 puntos. Si, por el contrario, consideramos las preferencias entre votantes no blancos (de ambos sexos), la diferencia se invierte dramáticamente: Clinton adelanta a Trump por casi 60 puntos.
Aunque el Partido Republicano lleva medio siglo obteniendo buena parte del voto blanco de las clases medias y medias bajas (sobre todo del sur y de zonas rurales, donde muchos siguen sin perdonar a los demócratas la aprobación de la ley de los derechos civiles y del derecho al voto, de 1964 y 1965, respectivamente), la configuración y motivación detrás del voto en esta elección tiene varias particularidades sobre las que merece la pena detenerse.
¿Qué ha cambiado? ¿Qué tiene Donald Trump que no tuvieron ni el “conservadurismo compasivo” de Bush hijo, el carisma campechano de Reagan o la astucia política sectaria de Richard Nixon para concentrar a un número tan alto de votantes de este grupo?
Trump se ha convertido, en pocas palabras, en el primer candidato a la presidencia con posibilidades de ganar que flirtea abiertamente con la idea de la “supremacía blanca” y la coloca en el centro del discurso público (Philip Roth fabuló con un escenario similar en la elección presidencial de 1940 en su extraordinaria La conjura contra América de 2004). Una corriente del pensamiento político estadounidense tan antigua como la propia república que, sin embargo, no se había utilizado con fines electorales tan directos y en esferas tan altas como hasta ahora.
Nunca un candidato a la presidencia de uno de los dos grandes partidos había articulado una propuesta que girara en torno a unos ideales políticos y prioridades de un grupo tan delimitado: blanco, anglosajón y protestante (WASP, por sus siglas en inglés). Y, además, desde esa manipulación mediática tan particular y eficaz para los intereses de Trump: difama, agrede verbalmente, incita a la violencia, divide y, dependiendo de las reacciones, ajusta sus comentarios para hacer control de daños y no responsabilizarse plenamente de nada de lo que dice. Una dialéctica con la prensa que ha degradado terriblemente la calidad del debate público en Estados Unidos y ha llevado a que algunos observadores llamen a este fenómeno “post truth democracies”. Es decir, democracias en las que la discusión política deja de girar en torno a los hechos y en las que solo dominan las narrativas ideológicas de las diversas facciones.
Trump no solo ha roto estas reglas no escritas de las elecciones presidenciales, ha situado esa precisa característica en el centro de su estrategia electoral. Como ya han demostrado análisis rigurosos de sitios como FiveThirtyEight o The Upshot, de The New York Times, Trump tiene una sola vía para ganar la elección: que aumente significativamente el número de votos blancos. Y sobre todo, los votos de hombres blancos sin estudios (un segmento con muy baja participación electoral). Solo ampliando significativamente el “techo” de esos votantes Trump podría conseguir desafiar la arquitectura institucional del país —diseñada para encauzar el voto al centro— y ganar la elección desde la polarización ideológica.
Una de las explicaciones más certeras sobre el fondo del fenómeno —y de por qué trasciende al personaje— la encontramos en un libro publicado durante el verano cuyo título categórico resume bien la cuestión: The End of White Christian America, de Robert P. Jones, director del Public Religion Research Institute de Washington, DC. El texto, que abre con un obituario y cierra con un panegírico, asume el fin de la predominancia blanca como un hecho consumado; y explica la pérdida de centralidad —política, demográfica y cultural— de los blancos protestantes y la rápida transformación en un país con más hispanos, asiáticos y personas que declaran no pertenecer a ninguna fe religiosa. Mientras en 1993 el 51% de los estadounidensed se identificaban como blancos protestantes, en 2014, solo una generación después, solo lo hacía el 32%. Un cambio estructural en la composición social del país de dimensiones mayúsculas.
El perfil general del votante medio de Trump, por tanto, es ese WASP conservador crispado (no necesariamente de bajos recursos) que ve en el candidato la última oportunidad para frenar y revertir los cambios que el país ha experimentado en las últimas décadas. Uno de los más importantes, sin duda, es la rabia que todavía provoca a muchos la elección del primer presidente negro en 2008; la baza racista que utilizó Trump para lanzar sus aspiraciones presidenciales.
Dicho todo esto, sería un error pensar que el fenómeno Trump se engendró en el vacío. Si alguna virtud ha tenido el candidato ha sido saber aprovechar las casi tres décadas de paulatino vaciamiento intelectual de un Partido Republicano petrificado, convertido, en esencia, en estandarte de dos causas: la rebaja de impuestos a los ricos y hacer valer esa famosa sentencia de Ronald Reagan que decía que el Gobierno no era la solución a los problemas, era el problema. En el contexto de ese erial político, Trump tomó por asalto al partido y está en proceso de convertirlo en un movimiento nacionalista étnico sin precedentes en la vida política del país.
Una última cifra que completa el peligroso cuadro de la elección del 8 de noviembre es la del número de votantes republicanos que dicen confiar en los resultados en caso de que sean adversos: solo el 11%, según Pew Research. Gane o pierda Trump, la realidad sociológica que ha impulsado al candidato hasta aquí ha sido revelada; y ahora cuenta con identidad y fuerza política propia. Ese será su verdadero legado. Trump ha normalizado la entrada en política y dado voz a fuerzas reaccionarias que solían ser consideras inaceptables y estaban relegadas a los márgenes del sistema.
Parafraseando palabras recientes del exministro de Exteriores sueco Carl Bildt, un candidato a la presidencia de Estados Unidos se ha convertido súbitamente en la mayor amenaza a la seguridad de Occidente. A cuatro semanas de los comicios, el país y el sistema internacional impulsado por este después de la Segunda Guerra Mundial se asoman al precipicio.
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