El discurso del Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el pasado, martes 19 de septiembre de 2017, ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha sido uno de los más agresivos e intimidatorios jamás proferidos por líder alguno en el seno de dicha instancia.
Corresponsales de distintos medios de comunicación ya tenían información acerca de los temas que el primer mandatario abordaría en su alocución: la amenaza de Corea del Norte, el Acuerdo Nuclear EEUU-Irán y los derechos humanos en Cuba. Estos serían los aspectos más resaltantes a considerar. Sin embargo, la mención del caso Venezuela (no prevista originalmente) y el claro matiz belicista sorprendieron a muchos.
rump amenazó con destruir a Corea del Norte ante un eventual ataque a EEUU o sus aliados, calificó al régimen cubano de corrupto y desestabilizador y, de manera enfática, condenó al gobierno de Nicolás Maduro señalando como este había generado sufrimiento y pesares a la población venezolana con su modelo socialista; no sin dejar ver un claro cambio de rumbo con respecto a la aproximación estadounidense a la crisis venezolana. Entre líneas, se pudo leer cuán infortunada había sido la declaración inicial, del 11 de agosto, a través de la cual el Jefe de Estado norteamericano había esgrimido la posibilidad de inclinarse por una “opción militar” para restaurar el orden democrático en el país suramericano. Muy seguramente, hubo un balance producto de la asesoría de expertos que, tras la condena de distintos gobiernos en todo el mundo, habrían aconsejado prudencia al inquilino de la Casa Blanca.
Y es que inmediatamente después de mencionar una iniciativa de fuerza, se dejó sentir la respuesta de Caracas con declaraciones grandilocuentes y el despliegue de armamentos y tropas en zonas estratégicas del país; además de la filtración de videos con imágenes de civiles siendo entrenados por las fuerzas armadas.
Si el Papa Francisco proveyó oxígeno al régimen de Nicolás Maduro al promover una negociación (gobierno – oposición) en el momento más crítico del autócrata (protestas populares de septiembre de 2016), Donald Trump, sin quererlo, hizo lo propio al colocar al dictador venezolano en la posición de “víctima del imperialismo”; desviando la atención de las severas violaciones a los derechos humanos, por parte del gobierno venezolano, hacia la tradicional y conveniente narrativa comunistoide de la agresión imperial. Esto no sólo contribuyó a debilitar el cerco diplomático en contra del régimen castro-chavista, sino que polarizó a la comunidad internacional entre quiénes condenaron el prospecto de una intervención militar estadounidense y quiénes expresaron un silencio cómplice.
Por mucho que la administración Trump pareciera haber cambiado de estrategia y reconocido el grave error al plantear la opción militar para Venezuela, tal premisa no deja de ser un escenario factible desde el punto de vista de la doctrina del Realismo Político de Hans J. Morgenthau (El interés nacional definido en términos de poder). Este marco conceptual, en el caso estadounidense, haya su expresión pragmática en la Doctrina de la Seguridad Nacional; cuerpo de ideas y acciones surgido en el contexto de la Guerra Fría, según el cual cualquier amenaza hacia EEUU representaba una acción a favor del bloque enemigo (la URSS) y, por ende, debía ser repelida; bien a través de la acción militar directa o la desestabilización de los regímenes comunistas. En el cumplimiento de estos objetivos resultó fundamental la Escuela de las Américas; conocido centro de formación de las fuerzas armadas latinoamericanas y caribeñas, por parte de la CIA, con miras a la contención del Comunismo en los países del continente.
Fue esta, pues, la lógica que dio pie a la Operación Furia Urgente (1983); invasión militar estadounidense a la isla de Granada tras la alianza estratégica de este país con la Unión Soviética y Cuba y el golpe de Estado de Hudson Austin; hecho que fue interpretado como una clara amenaza a los intereses norteamericanos en la región. El ataque a blancos civiles como el aeropuerto y a un hospital psiquiátrico con cientos de víctimas y pérdidas materiales millonarias sólo se comparan con el humillante tutelaje al cual sería sometido el Estado granadino en lo sucesivo dado el temor de que este se convirtiera en una segunda Cuba.
La Operación Causa Justa (1989), por su parte, fue una incursión militar estadounidense en Panamá destinada a deponer al dictador Manuel Antonio Noriega. Tuvo un saldo de 3.000 muertos, pérdidas de las viviendas de 20.000 familias y daños por más de 2.000.000 millones de dólares que nunca fueron resarcidos.
Mención especial merece el deplorable referente de la ocupación de Haití (2004) por parte de la MINUSTAH (Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití) campaña (comprobadamente criminal) que continúa después de 13 años, siendo iniciada bajo el pretexto de la pacificación de la isla tras la salida forzosa del Presidente Jean-Bertrand Aristide y prolongada “como misión humanitaria” luego del devastador terremoto de 2010. Las violaciones a los derechos humanos perpetradas por los cascos azules (fuerzas internacionales que componen la MINUSTAH) oscilan desde: asesinatos, abuso sexual, tráfico de drogas, explotación sexual hasta desapariciones forzadas, además del brote de cólera que afectó a más de 800.000 personas.
Desde la lógica norteamericana, la contención del Castro-chavismo, en tanto foco de desestabilización para América Latina, plataforma para el narcotráfico y el extremismo islámico en el continente, resulta un imperativo estratégico, en términos de política exterior. El hecho de que EEUU no llegase, por sí mismo, a ejecutar una acción bélica, no necesariamente significa, que no haya intervención militar alguna como bien lo demuestra el caso haitiano.
Bajo el prisma del Derecho Internacional la sola amenaza del uso de la fuerza a priori, por parte de un Estado, quebranta los principios fundamentales establecidos en sendos tratados y acuerdos internacionales. La sección séptima de la Carta de la ONU, por ejemplo, establece mecanismos para la solución de controversias que ni siquiera se han explorado para el caso venezolano.
La desesperación ante la ausencia de una salida política y negociada a la crisis en Venezuela (producto del secuestro de las instituciones del Estado por parte del partido de gobierno – fundamentalmente las fuerzas armadas – y el proceso de radicalización de la Revolución Bolivariana) han generado, en ciertos sectores de la opinión pública, simpatías ante la tesis de una intervención militar extranjera como solución a los acuciantes problemas de la población. Tal posición resulta no sólo deleznable, desde cualquier punto de vista, sino peligrosamente incauta.
Conviene, entonces, confrontar (con los casos arriba señalados y mucho más) a quienes desde la más irresponsable y ligera visión hollywoodense sobre “heroicos marines liberando a pobres países oprimidos”, promueven una aventura militar en Venezuela. Dolorosos y muy cercanos son los referentes en los cuales el “remedio” fue peor que la enfermedad; generándose distorsiones, en términos humanitarios, políticos y económicos que, en muchos casos, aún persisten.
Las recientes medidas que prohíben el ingreso de altos funcionarios públicos venezolanos y sus familiares directos a EEUU, la creciente imposición de sanciones como las del gobierno canadiense que impide a una lista de cómplices de la dictadura venezolana hacer negocios en su territorio y el creciente aislamiento internacional del régimen de Maduro son, a nuestro parecer, acciones mucho más acertadas y efectivas que una incursión militar cuyo costo se traduciría en una catastrófica crisis humanitaria que afectaría, más que al Castro-chavismo en el poder, a la población venezolana.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.