Empezó como un hashtag en las redes sociales: #MeToo. La iniciativa se hizo viral, y miles de mujeres empezaron a compartir en, sobre todo, Facebook, Twitter o Instagram, sus historias personales sobre abuso o, cuanto menos, acoso sexual. No pocas de mis amigas y conocidas compartieron sus vivencias, o por lo menos pusieron de manifiesto que, sí, que ellas también habían sufrido las consecuencias del machismo institucionalizado. De algunas sabía; de otras, no. Pero de ninguna me sorprendió.
El #MeToo había agarrado fuerza, pero la duda era saber cómo podíamos lograr que esta campaña en las redes cruzara la frontera de lo que pertenece al mundo virtual y tuviera un impacto real en la sociedad. Yo al menos temí que aquello que había sacado muchas agresiones del olvido y había demostrado la valentía y la fuerza de tantas de nuestras compañeras, amigas, primas, hermanas, sobrinas, etcétera, se quedara en otra bonita iniciativa más sin consecuencias.
Pero quizás yo mismo subestimé el poder que tienen hoy día las redes sociales, para bien y para mal. En esta ocasión fue para bien, y ocurrió lo inimaginable: Aquella campaña había generado una colectivización del dolor, y acababa de lograr canalizar la rabia por la impunidad del machismo: Nadie quería más impunidad. Por ello, algunas mujeres empezaron a atreverse a revelar los abusos que habían sufrido tiempo atrás; no sólo a manos de desconocidos sino también a manos de los famosos y poderosos.
El primero en caer fue Harvey Weinstein, que durante décadas había aprovechado su inmenso poder como productor de Hollywood para abusar despiadadamente de decenas de mujeres, y había urdido una trama de abogados y chantajes para evitar que los casos salieran a la luz. El machismo funcionaba a todo tren, pero las redes sociales pudieron con él. Su mujer le ha abandonado y ahora es un paria.
Ver que la verdad había podido tumbar una figura conocida y adinerada del opulento mundo de la industria cinematográfica estadunidense inspiró a todavía más mujeres… y hombres. Llegó el caso de Kevin Spacey, que para mi profunda tristeza, como fan de House of Cards que soy, resultó que había intentado abusar de un joven adolescente hace treinta años. Spacey intentó tapar el caso anunciando su homosexualidad, pero la sociedad ha madurado lo suficiente como para que la reacción pública fuese la deseable: “¿Y qué? Acosaste a un menor de edad, eso es lo que importa”.
El caso de Spacey es significativo porque demuestra que la institucionalización del machismo ha sido tan profunda que ha legitimado incluso la violencia sexual de hombres contra otros hombres, porque daba a entender que el fuerte puede hacerlo, y el débil no debe ser necesariamente una mujer.
Los casos se han multiplicado y parecen no tener fin. Parte de la sociedad está escandalizada y sorprendida; mucha gente está despertando del letargo social y está descubriendo el alcance del machismo en las sociedades, incluso las más avanzadas.
El #MeToo se recordará como un hito en la lucha feminista y, en definitiva, en el avance de los derechos sociales. Lo que estamos viviendo este 2017, si todo va bien, aparecerá en los libros de historia como un pequeño punto de inflexión, como el momento en que la sociedad empezó a comprender de verdad el alcance del machismo, el colaboracionismo activo o pasivo, cuando no directamente la complicidad, de unos y otros, y la impunidad con la que han actuado los poderosos.
Es una llamada a la acción. Si la declaración de unas mujeres afligidas durante décadas por lo que tuvieron que soportar a manos de quienes parecían intocables ha podido destruir carreras labradas en la reputación y el éxito, todas las mujeres del mundo deben saber que no deben tolerar soportar nunca más los agravios de un sistema social abusivo.
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