Mucho más que una crisis emergente
La ofensiva de Donald Trump contra el caudillo turco resulta especialmente incomprensible y peligrosa
Casi como una verdad inexorable, cada verano suele traer su propia crisis. Este año el desplome de la lira turca como consecuencia de un creciente enfrentamiento entre los presidentes de Estados Unidos, Donald Trump, y de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha puesto en jaque a buena parte de las monedas emergentes —ojo al rand sudafricano y a la rupia india—, que siguen minuto a minuto los acontecimientos del país euroasiático. Pero la crisis de Turquía es mucho más que una crisis financiera.
Turquía es un país miembro de la OTAN, con varias bases de la Alianza desplegadas en su territorio –entre ellas el Cuartel General del Mando Terrestre de la OTAN–, claves para las operaciones militares de los aliados en Oriente Próximo. Un socio estratégico que comparte frontera terrestre con Irán y Siria y marítima a través del Mar Negro con Rusia y que en los últimos años ha servido de muro de contención de la crisis migratoria europea. Bajo la presidencia de Erdogan, Ankara ya ha protagonizado algunos roces con la Alianza por su decisión de comprar el sistema de defensa antimisiles ruso S-400, uno de los más sofisticados del mundo, con quien la OTAN se niega a compartir información estratégica de seguridad.
Por eso resulta especialmente incomprensible y peligrosa, desde cualquier óptica distinta al populismo y el autoritarismo, la ofensiva de Donald Trump de acorralar al caudillo turco. La caída en picado de la lira para una economía tan dependiente del capital exterior para su financiación como la de Ankara tiene severas consecuencias para la economía turca pero también para la europea, altamente expuesta a través de algunos de sus bancos –BBVA, Unicredit y BNP Paribas—al mercado euroasiático. Otros socios de Estados Unidos, como Tailandia, Indonesia e India están tomando buena nota de lo que puede suponer perder el privilegio del acceso libre de aranceles de sus productos al mercado estadounidense, como le está pasando a Turquía con el aluminio y el acero.
Si se mantiene el desplome de la lira, pocas opciones le quedarán a Turquía más que pedir un rescate financiero al Fondo Monetario Internacional (FMI). Tampoco será barato: hacen falta muchos millones para estabilizar una economía del tamaño de la turca, que sufre el “efecto Erdogan”: déficit por cuenta corriente superior al 7% del PIB; una deuda externa del 53,4%; la inflación por encima del 15%…
Un (nuevo) programa del FMI implicará que Turquía debería aceptar un severo programa de ajuste fiscal y un endurecimiento de la política monetaria, justo lo contrario de lo pregonado por Erdogan —“los tipos de interés son el demonio”—, que para eso ha confiado los mandos de la economía a su yerno, un factor más de inestabilidad. Pero hay un factor que pone en riesgo incluso esa opción. Un programa con el FMI debe ser aprobado por el propio consejo del organismo, en el que Estados Unidos mantiene una mayoría de control que le permitiría bloquear el rescate en un momento dado. Y ante la deriva que está alcanzando el enfrentamiento entre los dos países nada puede descartarse.
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