La familia de Anthony Kerrigan guarda en Mallorca su inmenso epistolario con autores de tres generaciones, de Cela a Bellow, de Borges a Gil de Biedma, de los que fue amigo y traductor
Dio voz inglesa a la literatura en castellano de tres generaciones y fue un embajador siempre dispuesto a ayudar a los escritores españoles que querían salir de la asfixia nacional en la que les encerró la grisura franquista. Anthony Kerrigan (Massachusetts, 1918-Indiana, 1991), norteamericano de padres irlandeses que pasó su infancia en Cuba, tradujo obras claves de Unamuno, Baroja, Ortega y Gasset, Galdós, Cela, Borges, Neruda o Reinaldo Arenas. Con su mujer, Elaine Gurevitz, formó una pareja deslumbrante a la que acudían los autores que querían ser visibles en las letras anglosajonas: Cortázar, Ana María Matute o Gil de Biedma.
Kerrigan se trasladó a Mallorca en 1956 para traducir la obra completa de Unamuno, gracias a una beca de la Bollingen Foundation. Ahora, 28 años después de su muerte, la familia ha empezado a inventariar la parte del inmenso archivo que no fue donada a la Universidad de Notre Dame (Indiana), en la que Kerrigan enseñó y cuyos responsables ya han mostrado su interés en llevársela a EE UU. De la montaña de carpetas surgen centenares de cartas, manuscritos, tarjetas, recortes de prensa, fotos… que reflejan una amplia red de contactos y amistades. Además de los citados, Picasso, Miró, Saura, Ridruejo, Américo Castro, Aranguren, Julián Marías, Barral, Jaime Salinas, Calvino, Saul Bellow, Dos Passos, Cynthia Ozick, Alastair Reid, Herbert Read…
“Lo que es singular y diferencia a mis padres del resto del mundo literario que residió antaño en el apogeo de la efervescencia literaria de Mallorca es que fueron creadores por derecho propio, además de formar un equipo, trabajando en tándem”, dice Elie Kerrigan. “A diferencia de otros, se sentían igual de cómodos en dos culturas: la española y la de habla inglesa. Nuestro hogar [anteriormente elegido por Gertrude Stein y Alice B. Toklas como retiro del ajetreado París] acogió a algunos de los principales intelectuales de la época”. Por eso, concluye, “bien vale la pena preservarlo para que generaciones venideras compartan este rico legado”.
Entre los papeles, una copia del vasto informe que el FBI dedicó a un joven Kerrigan. Él quiso luchar en la Guerra Civil española junto al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), en una expedición costeada por el actor Edward G. Robinson, frustrada cuando un camarada con “fuerte acento alemán” les alertó de que los estalinistas les matarían tan pronto llegaran a Barcelona. En Nueva York conoció en los años cincuenta a una judía de origen ruso, Elaine Gurevitz, pianista y violinista que había estudiado con Carl Friedberg, alumno de Clara Schuman. Viajaron a Barcelona, París (donde tuvieron una hija, la agente literaria Antonia Kerrigan) y Mallorca. Al regresar a Estados Unidos publicó sus poemas en Poetry y esperó en vano la llegada de Dylan Thomas, pues el poeta galés había decidido batir su récord de whiskies en el White Horse, adonde había ido aconsejado por Ruthven Todd, y murió a las pocas horas en el Chelsea Hotel.
Los Kerrigan se integraron a partir de 1956 en la cultura española. En primer lugar con Camilo José Cela, con quien colaboró en la revista Papeles de Son Armadans, creada por el escritor gallego en un momento en que Franco pactaba con Eisenhower la instalación de bases norteamericanas y el régimen necesitaba paliar su aislamiento. Kerrigan había escrito un poema, El atentado contra la Virgen del Piropo, para una monografía sobre Picasso, que fue censurado. Cela, en un almuerzo con el censor, y con ayuda del coñac y un excelso habano, le dijo: “La poesía moderna está dedicada a la tesis de que la poesía no significa nada”. Y el veto fue levantado. Picasso después ilustró con un retrato de Kerrigan el libro At the Front Door of the Atlantic. Kerrigan, por su parte, fue esencial con su traducción de La familia de Pascual Duarte y sus contactos internacionales en la proyección exterior de Cela.
El inventor de Borges
Américo Castro, desde La Jolla, California, refiriéndose a Cela, que adoraba al historiador, le dice a Kerrigan: “Lo de nuestro amigo me entristeció. Todos tenemos un lado flaco, y en él, maladjusment [desajuste] entre su vida práctica y su vida literaria. Con el mayor afecto le he dicho que es muy malo para él tener que producir mucho. De ahí derivan sus choques con unos y con otros, a veces con quienes le quieren y estiman”. Julián Marías le comunica (1953) su tristeza por la muerte de Ortega (“media vida se ha ido con él”): su hijo, el novelista Javier Marías, daría el nombre de Kerrigan a un personaje de Travesía del horizonte. Miró (1964) le informa de las obras que tiene en su casa —un móvil de Calder colgado del techo, dos léger, un braque, un kandinsky y un tapiz y cuatro pinturas propias— y rechaza publicar sus poemas (“más que poemas, frases poéticas”).
Borges, de quien había dudas de que existiera realmente y cuyo primer relato en inglés apareció en la revista del Black Mountain College ¡en la sección de reseñas!, le envía correcciones de la traducción de sus obras y le aconseja El Aleph (“Kerrigan, mi inventor. Los dos somos exiliados europeos en América”). Reinaldo Arenas le habla de los trabajos de los marielitos en cartas llenas de quejas por su soledad. Cortázar anima a Elaine Gurevitz a traducir Los premios, pero le advierte sobre sus americanismos: “No siempre mis personajes se expresan con el tono y la corrección que pretende la [Real] Academia Española”. Rafael Alberti le envía poemas y dibujos. Ana María Matute le pide si puede ser su agente en EE UU. Jaime Salinas le escribe, en inglés, en 1963: “Seix Barral sigue siendo la misma vieja casa de putas que todos habéis conocido; y yo voy enfermando cada vez más, cansado de ser la única chica en el lugar. Busco un ricachón que me retire y pueda empezar una vida limpia y honesta, pero yo no soy lo que solía ser y encontrar uno no es fácil”.
Salinas fue la mano derecha de Barral en la organización del Prix International Formentor, en la que la labor de los Kerrigan y Alastair Reid fue intensa. En 1970, Barral rompió con Seix y fundó Barral Editores. El editor planteó a Kerrigan una propuesta de vital importancia estratégica: publicar en bolsillo una nueva traducción del Ulises de James Joyce, que sustituyera la de Salas Subirat, una versión que, según Barral, era “absolutamente incomprensible”, pues “las invenciones lingüísticas de Joyce son, por ejemplo, reproducidas literalmente y no queda en esa desgraciada traducción castellana, llena por otra parte de inoportunos dialectalismos, rastro ninguno de las alternancias de estilo y de niveles históricos del inglés que constituyen la verdadera estructura formal del original”.
Barral propone a Kerrigan constituir una comisión para el control de la traducción: “El traductor material del libro, tú, Jaime Gil de Biedma, traductor como sabes, excelente de Eliot y seguramente el más brillante de los escritores españoles que conoce a fondo el inglés” y “una persona designada o por una sociedad británica de amigos de Joyce, una asociación británica de escritores o por una universidad, au choix de monsieurs les héritiers”. Kerrigan, irlandés como Joyce, recibe con entusiasmo el encargo. Le propone como traductor a Vargas Llosa y a Anthony Burgess como miembro del comité supervisor. También intenta convencer al editor Liam Miller, de Dolmen Press, para que se incorpore a un comité al que ya se ha sumado Carlos Barral. La iniciativa se frustró al comprobar los propietarios de los derechos, The Society of Authors, la vigencia de un contrato anterior.
Claves de un poema
Kerrigan conoció a Gil de Biedma en 1959 durante las Conversaciones Poéticas de Formentor. El 13 de mayo de 1962, el poeta pide a Kerrigan que le ayude a encontrar una casa en Deià para pasar agosto con Juan Marsé y Luis Marquesán (“ya tenemos los billetes comprados”): “¿Y apalabrarnos con algún landlord —o lady— algo relativamente habitable y relativamente módico?”. “Este invierno —escribe Gil de Biedma— ha sido horriblemente frío y solitario, y mis deseos de sol y de vida rousseauniana son intensos”. A finales de mayo, el poeta pasa dos días con la pareja de traductores. Van a Deià en busca de casa (tiene dos posibilidades, una del catalán Jimmy d’Aurignac y otra del pintor George Sheridan) y a una playa edénica. El sábado 1 de junio, Gil de Biedma, bebiendo solo e impregnado de la atmósfera de la décima elegía de Rilke, concibe un poema que iba a bautizar como El viaje a Citerea, en recuerdo de los desoladores versos de Baudelaire. Lo acabó titulando Desembarco en Citerea. El 26 se lo envía, ya completo. En otra carta, Elaine traduce al inglés cuatro poemas de Jaime Gil y este le explica que su célebre verso “Yo nací (perdonadme), en la edad de la pérgola y el tenis” no es una petición de perdón por la riqueza familiar, sino un guiño a Alberti (“Yo nací —respetadme— con el cine”).
El archivo Kerrigan contiene numerosas cartas de sus amigos norteamericanos y poetas irlandeses y escoceses. En especial de Alastair Reid, amigo de Salinas, cronista de The New Yorker y a quien Neruda llamaba “Patapelá”, porque acostumbraba a ir descalzo. También de Robert Graves. En una de las cartas, el poeta le cuenta la visita que Ava Gardner, a quien había conocido en la casa del espía Ricardo Sicre en Madrid, le hizo en Deià en marzo de 1956 y que dio celebridad al cabo García de la Guardia Civil, cuando este, invitado a bailar por la actriz en una fiesta, respondió, cuadrándose, con un “lo siento señora, estoy de servicio”. Graves quedó fuertemente impresionado con la actriz y dedicó varios poemas y un relato a la “dulce descalza belle de Hollywood”. El traductor propuso unir el nombre de Graves con el de Cela, pero el británico fue tajante: “No quiero mezclarme con escritores españoles en esta etapa de la historia política. Ya recibí una dentellada una vez (…) Esto no es contra Cela”.
Kerrigan también fue vecino de Saul Bellow, a mediados de los años sesenta en Chicago. En Ravelstein aparece con su nombre. En una de las cartas, Bellow rectifica una anterior en la que arremetía contra Kerrigan por un artículo en la revista Commentary. El traductor lamentaba que la Academia Sueca hubiera pasado por alto a Borges, cuando había premiado a escritores menos valiosos. Bellow, premio Nobel en 1976, entró en cólera. Arrepentido de su exabrupto, le escribe para decirle que se siente víctima de la marginación que recibe por parte de revistas como la neoconservadora Commentary, de Norman Podhoretz y su mujer, Midge Decker, y se burla del sociólogo Edward Shils (“shills and stooges”, “cómplices y marionetas”).
Kerrigan transmitió a Bellow su afición al rapé. Quienes conocieron al poeta y traductor aún recuerdan sus noches ebrias y su larga cabellera e irregular barba blanca y cómo extraía de un bolsillo una cajita metálica de color rojo y grandes letras blancas. La abría, pellizcaba un poco del tabaco y lo aspiraba con una serie de rápidas y secas inhalaciones para sentir el placer de su cosquilleo.
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