Bush: No President Ever Harmed His Country as Much

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Vocación de perdedor

Por: Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)

Fecha publicación:26/04/2007

Bush es el único comandante que inicia una guerra y pierde tres. No logró atrapar a Ben Laden ni destruir Al Qaeda, no derrotó al terrorismo, malgastó el capital político alcanzado el 11/S, y se ha hecho detestable para la opinión pública. La Nación, indulgente ante sus mentiras, letales para más de tres mil de sus hijos, ya no le cree. Ningún presidente norteamericano ha perjudicado tanto a su país.

Es difícil encontrar uno de los 43 presidentes norteamericanos que no haya estado involucrado en alguna guerra en el extranjero y, aunque no siempre ganaron, contaron con el respaldo de la elite política y del pueblo americano. El más loado fue Franklin D. Roosevelt a quien sus compatriotas premiaron eligiéndolo cuatro veces y el más repudiado George Bush.

El primer conflicto bélico de los Estados Unidos tuvo un origen comercial y lo enfrentó a Gran Bretaña en 1812. Aquella fue la primera y única vez en que una tropa extranjera ocupó ciudades norteamericanas, incluso su capital en 1814. James Madison, cuarto presidente condujo el debut.

Entre 1846 y 1848, el presidente James Polk encabezó a la Nación en la más productiva de las guerras. En dos años y con 25 000 hombres y apenas 5 000 bajas, Estados Unidos se apoderó de la mitad del territorio mexicano. McKinley lo emuló al declarar la guerra a España, derrotarla en cien días y arrebatarle los restos de su imperio colonial: Cuba, Filipinas y Puerto Rico cayeron en su poder.

Abrahán Lincoln comandó al norte y Jefferson Davis al Sur en la única guerra civil y Wilson en la primera mundial. Aunque el país fue conmovido por las 350 000 bajas, de ellas 126 000 muertos, la elite estimó que valió la pena. Estados Unidos estaba listo para ejercer la hegemonía mundial, proyecto perturbado por los bolcheviques, que en el mismo año tomaron el poder en Rusia.

Roosevelt enfrentó a Hitler en Europa y al militarismo japonés en el Pacifico, se sumó a Inglaterra y a la Unión Soviética y lideró la alianza antifascista hasta la victoria en la II Guerra Mundial. Ningún presidente norteamericano fue tan estimado dentro y fuera de su país.

Truman sacrificó a Hiroshima y Nagasaki y condujo la Guerra de Corea, la primera que Estados Unidos no ganó; mientras que Johnson y Nixon libraron en Vietnam la lucha más impopular y Reagan la más sucia en Centroamérica. George Bush aprovechó el error de Saddan Hussein al invadir Kuwait y su primogénito, más reaccionario y conservador y menos inteligente, desaprovechó la gran oportunidad y dilapidó el enorme capital político ganado el 11/S.

La irracional brutalidad de la acción terrorista, el hecho de haber golpeado a Nueva York, la más cosmopolita de las ciudades del mundo, en la que, en razonable armonía, conviven todas las razas, lenguas, nacionalidades y culturas; unido al repudio universal a la violencia, provocaron una oleada inédita oleada de solidaridad y afecto hacia el pueblo norteamericano.

Aquel estado de ánimo, unido a la superioridad económica, científica y tecnológica de los Estados Unidos, la relevancia de su cultura, la vigencia de su lengua y su capacidad para promover e incluso imponer sus puntos de vista, ofrecieron a los Estados Unidos una oportunidad única de encabezar una genuina coalición internacional para confrontar al terrorismo.

Bush y su equipo, en una obvia confusión de visiones y paradigmas, tomaron el camino equivocado y en actitud oportunista, prefirieron la búsqueda de ventajas circunstanciales y mezquinas, ligadas al control del petróleo del Medio Oriente a estrategias que hubieran sido más legítimas y de mayor consenso.

Desoyendo a expertos y aliados, la administración norteamericana subestimó hasta el desprecio al pueblo iraquí, desconoció las advertencias acerca del significado de la solidaridad entre los pueblos de la región y pretendió tratar a la cuna de la civilización como otrora lo hacía con las republicas bananeras,

Sin razones ni argumentos, Bush manipuló los hechos, mintió a cajas destempladas y, con aliados y acólitos se extravió en el laberinto en que hoy se encuentra.

El Congreso y el mando militar norteamericano virtualmente reconocen que la guerra está perdida y suman su crítica a la de amplios sectores de la población. La sensación de que la prolongación de la presencia norteamericana sólo hará más costosa la derrota, comienza a ser unánime. En las guerras nunca hay empates. En la de Irak ya hay un perdedor: George Bush.

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