I
destruir una cultura milenaria? Sí. Y, como si el asunto fuera de poca monta, ¿torturar presos en una cárcel? En efecto, sí. Así lo ve el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, al cumplirse cinco años de la invasión a Iraq.
Parece mentira, como las mentiras en las cuales se fundamentó la invasión imperialista a Iraq, que para un presidente de un país que se dice democrático valga la pena una guerra, una guerra que, además, va perdiendo. Vale la pena el incalculable número de desplazados. Y también los tres billones de dólares en ella “invertidos” y el daño psicológico a mujeres y niños. Para Bush, que sigue mintiendo, la invasión a Iraq “valió la pena”. Los bombardeos, la carnicería de gente indefensa, el sitio de ciudades, la destrucción de infraestructura. Todo eso valió la pena, porque, claro, para eso están las transnacionales gringas que se encargan de la reconstrucción.
El “desastre infernal”, tal como Churchill dijo de Palestina, lo tiene ahora el gobierno de Bush. Y de ese desastre en vidas humanas y en monumentos y vestigios históricos, también es cómplice Europa, y por estos lados el gobierno de Álvaro Uribe que apoyó la aventura imperial de Bush. Una incursión que violó todas las normas del derecho internacional, que pasó por encima de las Naciones Unidas, que una vez más se convirtieron en aparato de bolsillo de los Estados Unidos.
El mundo “civilizado” se tragó las mentiras de Bush y sus compinches acerca de las armas de destrucción masiva y de la presunta sociedad de Sadam Hussein –antiguo aliado de Washington- y Osama Bin Laden. No valieron las evidencias del montaje norteamericano y entonces ahí, patrocinando una villanía, estuvieron Gran Bretaña, España, Italia, entre otros.
En todo caso, los gringos quizá no pensaban que sus bombarderos, su infantería, su parafernalia –esa sí- de destrucción masiva, no iba a poder contra un pueblo. No aprendió el imperio la lección de Vietnam. La resistencia tiene a los norteamericanos en derrota y al pueblo estadounidense ya más consciente del error de sus gobernantes. Y digo que los imperios poco aprenden de historia. Tal vez no recordaron los gringos las jornadas insurgentes de los iraquíes, en 1920, contra el imperio británico.
Los estadounidenses, y en particular su arbitrario presidente, creyeron que su invasión iba a obtener el triunfo en un mes. Las arrogantes declaraciones de Donald Rumsfeld las volvió trizas el pueblo de Iraq: “La guerra de Iraq puede durar seis días, seis semanas, pero nunca seis meses”. Y entonces aquella operación de “conmoción y pavor” tiene, cinco años después, muertos del susto a los neoconservadores gringos.
Desde luego, para Bush, Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz, que ven la guerra desde sus oficinas, tomando whisky o jugo de naranja, el asunto a distancia es muy cómodo. Como diría un cronista, estos tipos –curiosamente los más sanguinarios- jamás han hecho un disparo en defensa de su país cuando tenían edad para ello. Ahora, mandan avanzadas a destruir una nación soberana. El control de mercados y la búsqueda de petróleo dan para cometer las barbaridades más escalofriantes.
La invasión norteamericana arrasó en Bagdad, una ciudad cuna de civilizaciones, viejas bibliotecas, documentos irrecuperables, testimonios de cinco mil años atrás que daban cuenta de la ciencia y las artes. Y tal como lo declaró un reportero: Bagdad ha sido destruida por las verdaderas fuerzas del mal de este mundo: las dirigidas por Bush, ese mismo que, según Hugo Chávez, “huele a azufre”.
Hoy, ese país al cual, según el verso imperial, le iban a llevar democracia y libertad, vive bajo un régimen de terror. La invasión demostró, además, que el terrorismo internacional está a la cabeza de Bush y que el auténtico “eje del mal” tiene su epicentro en los Estados Unidos.
Las tropelías de Washington en Iraq ya han tomado características de genocidio, el cual había empezado antes de la invasión, cuando los Estados Unidos decretaron un embargo que causó miles de muertos, en especial de niños, por hambre y falta de medicamentos. Pese a las declaraciones “triunfalistas” de Bush, el imperio está encartado en Iraq.
El pueblo iraquí, que hoy sufre lo indecible por una invasión criminal, sabe que en su historia ningún ocupante externo ha triunfado. Ni los romanos ni los ingleses. Hoy, sin trabajo, sin seguridad social, sin sosiego, pero con la viva esperanza de expulsar al invasor, continúa con su resistencia.
Y para los desplazados y mutilados, para los humillados iraquíes de hoy, valdrá la pena revertir la situación y derrotar a las tropas de la superpotencia. Y entonces la historia dirá: la derrota de Bush y compañía sí valió la pena.
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Reinaldo Spitaletta
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