Barack Obama: the Political Defeat of Negative Politics

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Barack Obama: la derrota (política) de las campañas negativas

Por: Ricardo Becerra | Opinión

Dice el profesor John Geer en su libro En defensa de la negatividad: spots y ataques en las campañas presidenciales, que recién la moderna ciencia política llegó a un consenso inesperado: “Las campañas negativas, la política que se arma de la crítica feroz y personalizada, es un fenómeno importante en la vida democrática, un fenómeno que por tanto, requiere ser estudiado, discutido y valorado para darle el lugar que merece en el funcionamiento del sistema (democrático)” p. 18. Abunda Geer en el hecho de que las campañas electorales modernas, masivas, que transitan tumultuosamente en las ondas hertzianas, protagonizadas por grandes partidos políticos dueños de ingentes cantidades de recursos financieros, son cada vez más negativas, acerbas, venenosas. “Con George Bush (padre), en 1988, se instaló la tendencia en los E.U., fue entonces que más del 50 por ciento de los anuncios de campaña en televisión y radio estuvieron dedicados al descrédito del adversario” (p. 20). Desde allí, la política norteamericana y —por imitación o contagio inevitable— la política en casi todo el mundo, recurrió a los spots denigratorios, a la inyección de veneno como arma principal. La cosa es tan seria que Geer profetizaba hace sólo dos años: “Es una forma política igual de inevitable que los escándalos, es un recurso donde se exhibe, se informa, se muestra el pasado, las contradicciones, la incongruencia, la incompetencia y los riesgos de los políticos que pueden hacerse de mucho poder… en ese sentido es una nueva forma de control social…” (p. 21). ¿Qué tenemos entonces? La democracia de la imputación, aquel juego donde los defectos del candidato se convierten en el canon supremo, en la vara que decide quien no puede asumir el gobierno por sus desatinos, aunque el electorado acabe votando por otro, sin convicción, entusiasmo o brío. Todo esto se amasó como si fuera una teoría política original por profesores, publicistas, consultores y televisoras en Norteamérica, Europa y Brasil durante los primeros años de este siglo. Su verdad se cae de simple: son tantos los defectos de los políticos, de los partidos realmente existentes y de sus candidatos, que lo único que nos queda es elegir al menos peor y así, ahorrarnos sobresaltos por una novedad que de antemano ha sido retacada y señalada con muy malos augurios. Así estaban las cosas en E.U. hasta que llegó la campaña de Barack Obama. Fue él quien invirtió los términos de la cuestión y puso las cosas de pie: los recurrentes usuarios de las campañas negativas son aquellos sin estatura moral, los avechuchos que no tienen nada que ofrecer, nada con que causar el entusiasmo de los votantes, y por lo tanto, míseros sembradores de diatribas, vilipendios o injurias en las frecuencias de radio o televisión, o lo peor: simples buscones que hurgan en la biografía del adversario. Y este es, a mi modo de ver, el principal mérito de su estrategia: haber exhibido la indigencia intelectual y moral de las campañas negativas, lo mismo de los precandidatos demócratas que lo creían un inofensivo negro, útil para el escaparate políticamente correcto, que de una exasperada Hillary Clinton o de un conservador experto pero sin aliento, como John McCain. Medio mundo ha puesto atención en las novedades que carga la campaña de Obama, subrayando lo que les parece fundamental: el hábil e inusitado uso de internet para allegarse fondos y adhesiones de millones de norteamericanos (por ejemplo Steve Schifferes, de la BBC); la deslumbrante recuperación del antiguo arte del discurso, la retórica y la persuasión que cuajan en discursos memorables (Silva-Herzog Márquez del ITAM); la multitud de innovaciones que se atrevió a desplegar en la campaña (D. Brooks, del New York Times) o la capacidad para encantar al mundo, en giras masivas y espectaculares nunca vistas por Asia y Europa (The Economist). Ofrezco un balance distinto: la radical novedad que trae Obama a la cultura democrática del mundo es la derrota de la negatividad como recurso político, un mentís claro y rotundo a la idea de que la campaña electoral sólo puede florecer y tener éxito mediante llamaradas de mierda, fango y denigración. Por el contrario, sus utensilios cotidianos han sido la verbalización inteligente (hasta llegar a cierta pedantería intelectual), la respuesta puntual a cada ataque, el irrestricto respeto al adversario, la ironía, el chiste, subiendo en escalones el nivel del debate político. Esto no quiere decir que Barack Obama no asista a los debates, que eluda las confrontaciones, los temas difíciles o que no sepa reaccionar con rudeza y severidad. Al contrario, su mérito ha sido recabar, punto por punto, las impugnaciones y las críticas rivales, para devolverlas en la forma de una propuesta, una acción demostrativa o un spot satírico, pero sin rebajarse a la tentación de emprender su propia guerra sucia. The Economist (19 de julio) lleva la contabilidad de los vilipendios lanzados en contra del candidato demócrata una vez empezada la campaña y hasta su gira por Europa: 56 insultos personales propalados decenas de veces en las televisoras nacionales (“un sujeto improvisado ajeno a las dinastías que si saben gobernar a Norteamérica”, “negro acomplejado”, “musulmán disfrazado”, “un cobarde frente a los enemigos de E.U.”, “ignorante en política exterior”, “uno que ha traicionado a los de su raza para codearse en la alta política”, “un no apto, un incompetente en cuestiones militares”, “una celebridad tan hueca y vacía como Paris Hilton”, etcétera). Pero Obama no ha sucumbido y ha ganado, desmintiendo las estrategias veniales, santificadas incluso por ciertos circuitos académicos, pretendidamente liberales, como los del doctor Geer. Esta es buena noticia, porque rompe una tendencia destructiva de la democracia norteamericana y con ella, de todas las occidentales. Así, podemos evaluar los efectos reales y duraderos de las campañas en tanto festivales de injurias (y que fueron estudiados sistemáticamente, por primera vez, en el Instituto Raymond Aron, por Pierre Rosanvallon): Las campañas negativas condensan la opinión y reducen el razonamiento del elector, pues el adversario resume lo peor de la política y lo más importante, se vuelve sencillamente, impedir su avance. La denigración tiene efectos asimétricos. Llevan las de perder el o los candidatos opositores, pues si las opciones son tan malas o riesgosas, desde el punto de vista del receptor del mensaje, siempre será mejor refugiarse en el malo conocido. En este juego, las corrientes de derecha resultan las ganonas, pues la desconfianza en los partidos, el gobierno o el Estado, se acrecienta. La utilidad misma de la política se pone en cuestión y por esa vía, el status quo se refuerza.

Lo peor, es la conclusión masiva del electorado, pues frente al espectáculo calumnioso y poco edificante de vilipendios que estallan en todas direcciones, el elector concluye que “la política es una porquería”, lo que decepciona y desmoviliza a una gran cantidad de ciudadanos. No es casualidad, dice Rosanvallon, que la era de las campañas negativas coincida con el período de la menor participación electoral de los estadounidenses. Y finalmente, las heridas y la descomposición que dejan. Si las campañas se vuelven lapsos alborozados de agravios y ofensas, al terminar, la gobernabilidad se complica; el o los derrotados difícilmente aceptan diálogo, colaboración o acuerdo con aquellos que usaron, sin límites, el escarnio en su contra. Antes de Obama, todo parecía apuntar al declive de una deliberación pública viva y argumentada como fundamento del voto y de la democracia; todo parecía indicar que triunfaría una sensibilidad marcada por el rechazo, la desconfianza y el escepticismo por la política, los políticos y los partidos políticos. Pero un candidato reformista, moderado, positivo, negro y nieto de una granjera con gallinas en África, está volteando esa visión cínica (aunque sea por una vez). Vale la pena celebrarlo.

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