El perro de Bush
Por: Reinaldo Spitaletta
¡QUÉ CURIOSO! LA SARGENTO ESTAdounidense Gwen Beberg, mientras apabullaba iraquíes en Bagdad, halló en un basurero, sola y abandonada, a una perra, a la que bautizó Ratchet.
Después de presiones, trámites y ternuras, el animal llegó a los Estados Unidos, como heroína y estrella mediática. El caso sacó del olvido por unos días la invasión norteamericana a Irak, que, según investigadores británicos, ha causado, desde 2003, un millón doscientos mil muertos.
La ocupación gringa a Irak es de las vergüenzas modernas. Fundamentada en mentiras, la invasión tiene historias siniestras que convierten al gobierno norteamericano en genocida y al pueblo del violado país en mártir y víctima de una superpotencia. Quizá ya esté oculta en la bruma de la desinformación la gesta de los habitantes de Faluya, la ciudad de las mil mezquitas, bombardeada y sitiada por las tropas, en la que hubo fusilamientos masivos de civiles, entre ellos decenas de niños.
Tal vez ya nadie recuerde que en Faluya (como sucedió en la histórica Numancia) los habitantes tuvieron que apelar al canibalismo y comerse a sus muertos, ante el sitio criminal de los soldados norteamericanos. Quizá hayan desaparecido en la amnesia general las torturas que los invasores causaban a los presos en Abu Ghraib. O los bombardeos con fósforo blanco, o las bombas de racimo que arrasaron a miles de civiles.
La invasión a Irak, que ha contado con una resistencia heroica del pueblo, es una de las agresiones imperialistas más espantosas de los últimos tiempos, aunque esté disfrazada de cruzada por la libertad y la democracia. Las ya sabidas tropelías de Bush y su séquito neoconservador, se constituyen en crímenes de lesa humanidad. Claro que para Washington, creador de la mentira de las armas de destrucción masiva y otros embustes, se trataba de instaurar en Irak la “democracia”. El imperio, tan generoso, no iba tras el petróleo y otros negocios, sino como redentor del pueblo iraquí. En marzo de 2008, al cumplirse cinco años de la ocupación, Bush dijo, sin sonrojarse, que la invasión “valió la pena”.
Así que asesinar a más de un millón de personas, arrasar bibliotecas, destruir una cultura, desplazar a más de cinco millones de seres humanos, acabar con la infraestructura, quemar testimonios milenarios de arte y ciencia, y un sinnúmero de atropellos más “valió la pena”. Un reportero, al evocar los cinco años de la operación “Conmoción y Pavor”, dijo que Bagdad fue derruida por las verdaderas fuerzas del mal: las de Bush, él mismo sujeto que, según Hugo Chávez, “huele a azufre”.
Irak vive en estado de horror y conmoción interior. Sin embargo, su pueblo sabe que ningún invasor de su territorio ha triunfado. Ni los romanos ni los ingleses. Y aquí vuelvo al cuento de Ratchet, salvada por una criminal de guerra enternecida ante el triste espectáculo del perro abandonado. A lo mejor, sus dueños habían sido eliminados por las tropas invasoras.
El domingo pasado, cuando el presidente Bush daba una rueda de prensa en Bagdad, un reportero iraquí le arrojó los zapatos al hombre que pudiera ser el mayor genocida de estos tiempos, el que patrocinó una invasión a un país soberano y ha causado la muerte a un millón doscientas mil personas. Los zapatos del periodista volaron, acompañados por el grito de “¡perro!”. Falló. Tal vez Bush merezca más que unos zapatazos: la condena internacional por ser un criminal de guerra.
Ah, y habrá que pedirles perdón a los perros. No creo que sean tan desalmados como Bush. Qué curioso: la perra iraquí tuvo como ángel de la guarda a una criminal de guerra, que, como suele pasar, algún día será condecorada, al tiempo que Irak tendrá que aguantarse a los invasores hasta enero de 2012, sino es que la resistencia los derrota antes, como en Vietnam.
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