El escándalo abierto por el FBI, que descubrió —mediante diversas interceptaciones telefónicas— que el gobernador demócrata de Illinois, Rod Blagojevich, intentaba vender el escaño dejado vacante por Barack Obama en el Senado, constituye un fuerte golpe al prestigio de la democracia estadounidense y, particularmente, a la imagen del Partido Demócrata.
Se abre también un proceso judicial que tiene insospechadas consecuencias, en el que ya ha aparecido mencionado Jesse Jackson Jr. —hijo del conocido ex precandidato presidencial demócrata en pasadas elecciones—. Si bien la propia fiscalía federal descartó públicamente que Obama estuviera implicado, la investigación podría terminar también por afectar la imagen del Presidente electo —que en estos días goza de una altísima popularidad, superior al 70 por ciento de apoyo—, si se llegare a acreditar que alguien de su equipo de transición haya estado involucrado en semejantes tratativas.
Los hechos de corrupción hasta ahora conocidos en este caso son sorprendentes y vergonzosos, y es difícil encontrar otro ejemplo que muestre más flagrantemente la degradación de la política. Ellos dan cuenta de conversaciones en las que el gobernador Blagojevich —a quien por ley le corresponde designar al reemplazante de Obama en el Senado— ofrecía tan importante cargo a cambio de dinero, un puesto en el gabinete, una embajada o un cargo para su cónyuge en el consejo de administración de una empresa. El contraste de este escándalo con el impecable proceso democrático de Estados Unidos que terminó con el triunfo de Obama hace sólo unas semanas —ampliamente reconocido en el ámbito internacional— es notorio y exige un completo esclarecimiento del mismo y una condigna sanción a todos los responsables.
Hasta ahora, el gobernador Blagojevich se ha negado a dimitir —pese a la solicitud casi unánime de distintos sectores políticos—, lo que podría profundizar la crisis, sobre todo si se considera que mantiene la atribución de designar al sucesor de Obama en el Senado. Lo más razonable sería llamar a elecciones para llenar esa vacante, como lo propuso el propio Presidente electo.
Este penoso episodio y los problemas —aunque de naturaleza y magnitud distinta— presentados para llenar la vacante dejada por Hillary Clinton —se han denunciado presiones políticas para que el gobernador de Nueva York designe a Caroline Kennedy— dejan en evidencia un sistema de reemplazo poco transparente, que se presta para toda suerte de maniobras oscuras para llenar un cargo de representación popular.
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