El poder de los Clinton
Por: Carlos Villalba Bustillo
EN HISPANOAMÉRICA LOS EX PRESIdentes no se resignaban a ser los muebles viejos de la política y tenían dos maneras de permanecer activos: haciéndose reelegir si la Constitución de su país lo permitía, a menudo con un período de por medio, o interviniendo como jefes de partido y opinando como escritores y periodistas. Para ello se hacían representar en los gabinetes y en los cuadros de sus colectividades.
Fujimori, Menem, Chávez, Uribe, Cardozo y Lulla entraron en otra onda: la de la reelección inmediata. Kirchner lo hizo por interpuesta persona, su mujer, para que un proyectado tercer turno quedara en familia. La cosa rotó de tal manera que de una animosidad generalizada contra las reelecciones se pasó, poco a poco, a los conatos de presidencia vitalicia: Chávez, Uribe y Kirchner, esto es, a las monarquías dentro de la República.
En Estados Unidos la realidad era otra. Digo “era” porque allá también sobrevino un giro. Con uno o dos mandatos seguidos, el ex presidente que entraba al club se dedicaba a disfrutar del retiro y reaparecía, a lo sumo, para votar en las convenciones de su partido. Con los Bush hubo una especie de desquite por la sorpresa que le dio Bill Clinton al padre, quien animó a su hijo a que aspirara sin presentir —amor de taita— que el vástago sería un comején devastador.
Clinton, por su parte, encontró en Hillary la oportunidad de prolongarse. Inteligente, bien formada, sagaz y vehemente, se ganó un Senado por Nueva York en busca de un aterrizaje cómodo en la Casa Blanca. Les falló el tiro. Sin embargo, el poder de Clinton se observa nítido en la conformación del equipo de Obama. ¿Dominio del ex mandatario en el Partido Demócrata? ¿Gratitud de Obama por el gesto final del matrimonio ante su nominación? ¿Amigos comunes? ¿Combinación de aptitudes y coincidencias políticas?
Pero cualquiera que haya sido el motivo, Obama es un hombre con fe en sí mismo. Él es el director de la orquesta gubernamental y sabe que en las relaciones con su equipo la decisión definitiva es de él. Su actividad desde el día siguiente al de su elección prueba que su talante está hecho de carisma y mando. Y por esa actividad, sus secretarios y consejeros son conscientes, ya, de que la labor de su jefe no podrá ser un forcejeo sordo y ciego de pujas y vanidades entre el jefe y los subordinados.
El cambio no será sólo de color, sino de dirección, estilo, carácter y fortaleza para desbaratar la herencia funesta que se recibió y rehacer el camino abandonado por las obcecaciones de un antecesor sin chaveta. Es un objetivo para cuya consecución se requieren rigor y unidad. No habrá tiempo para los celos de protagonismo, ni para las ambiciones que anulen el concepto de poder como fuerza al servicio de una idea. No se ve en Obama al hombre que lo permita por miedo a cortar por lo sano.
Lo anterior no significa que se prescinda de los debates internos, de la dinámica que las ideas le imprimen a un gobierno. Es una probabilidad que se descubre en los rasgos humanos y las concepciones políticas del presidente electo, sin detrimento del respeto que exigirá para su fuero de gobernante. Colaborar y no invadir será, en consecuencia, la misión de los Clinton frente a una gestión que arranca con el peso de una crisis sin precedentes en un siglo de historia.
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