Obama’s Melancholy

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EL acendrado sectarismo que impregna la vida política española ha sesgado los veredictos sobre Obama desde el reduccionismo de los prejuicios propios. Es fácil percibir en el entusiasmo de la izquierda y en los recelos de cierta derecha la huella de los desencuentros de nuestra política nacional, cuya torpe falsilla aplicamos a la escena americana con ofuscación partidista. Así resulta tan ridículo el alborozo progresista, fundado en la retirada -que no derrota- de Bush y en la ingenua creencia de que su sucesor atenuará la vocación hegemónica estadounidense, como la desconfiada creencia conservadora de que el nuevo presidente representa una versión mulata de Zapatero, parentesco que apenas va más allá de la relativa vacuidad de algunos de sus más celebrados discursos, por otro lado mucho más vibrantes y emotivos que los desvaídos mantras retóricos que adornan la liviandad del hombre de La Moncloa. Hay un inevitable provincianismo en esta interiorización doméstica de un fenómeno tan interesante y complejo como el de Obama, cuyo verdadero y profundo sentido apenas somos capaces de apreciar porque tiene que ver con algo que nos resulta por completo ajeno, como es la superación de las barreras raciales que aún dividen, fracturan y condicionan la estructura social y humana de América.

Nuestras obsesiones internas desenfocan tanto el prisma de observación que pocos parecen darse cuenta de que el principal activo de Obama, que es su capacidad para recuperar el liderazgo nacional, se fundamenta en un concepto ausente desde hace tiempo en la política de España: la transversalidad, el consenso y la unidad. Toda la exitosa campaña presidencial, desde las primarias, ha estado basada en la búsqueda de elementos capaces de aglutinar a su país por encima de diferencias raciales, sociales o ideológicas -no digamos ya religiosas-, bajo un principio de reconstrucción colectiva para la que el presidente ha dejado claro que no sobra nadie. Y hasta el momento ha predicado con hechos: su lista de nombramientos, que por ahora es el único factor objetivo para juzgarle, constituye un ejemplo de mano tendida a todo aquel que pueda aportar ideas, experiencia, conocimientos, y esfuerzo para aplicarlos, sin mirarle el color, ni el sexo ni la procedencia política. Sin otra cuota que la del mérito.

Ese factor de unidad, tan añorado aquí, es el que ha catapultado a Obama a la Presidencia y el que permite abrigar la esperanza de que decepcionará positivamente tanto a quienes desean su fracaso como a los que le tienen por una suerte de quintacolumnista capaz de liquidar la hegemonía americana. Nada hay más americano que ese sueño fundacional de grandeza con que el nuevo presidente se llena la boca cada vez que la abre. Y ese sueño habla de libertad, de patriotismo, de orgullo nacional y de trabajo en común. He ahí un canon político del que aprender antes de descreer en su sinceridad y de canonizarlo antes de tiempo. Un proyecto de unidad que, mirado desde este solar de rencores y enconos, provoca una inevitable, envidiosa y hasta ensoñadora melancolía

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