El español Robert Fortea pasa 54 días en un centro de detención en El Paso (Estados Unidos) por un visado caducado
Robert Fortea, 32 años, nunca pensó que compartiría habitación con un guatemalteco con nueve agujeros de bala en el abdomen. Ni que el relato macabro de su vecino de litera le ayudaría a entretenerse en el Centro de Detención y Procesamiento de El Paso (Texas), donde le retuvieron durante 54 días y 55 noches a la espera de ser deportado. Durante casi tres años, este español trabajó en la Art Students League de Nueva York y también como técnico en un espectáculo de Broadway, aunque los últimos diez meses carecía de un visado en regla. “El que tenía caducó y no lo renové por motivos económicos, no podía volver a salir del país durante tres meses”, explica en conversación telefónica desde la placidez recobrada de la montaña barcelonesa de Valldoreix.
“Pagué un alto precio por estar ilegal”, reflexiona Robert. La policía le detuvo, junto a un amigo israelí que tampoco tenía visado, cuando viajaban en un autobús por Las Cruces (Nuevo México). Habían atravesado ya buena parte de Estados Unidos. Era el último viaje antes de la planeada vuelta a España. “Llegamos a las tres de la madrugada a la cárcel, nos dieron una ducha de agua fría y nos metieron a los dos en una celda provisional”, cuenta Robert, que en ese momento pensó: “Esto va a ser un calvario”.
Y lo fue, a juzgar por el relato del joven, aunque explica que los encargados de la seguridad del centro le trataron “con dureza, pero no con violencia”: tres comidas -“repugnantes”- y una hora de luz al día, aunque no siempre, “dependía de si el oficial quería”. Durante esos 60 minutos diarios en el patio, Robert comenzó a hacer pesas para pasar el rato, por primera vez en su vida.
La celda provisional de dos se convirtió a partir del segundo día en una “barraca” para decenas de presos. La estampa: retretes de metal a la vista de todos y literas para 65 detenidos de 35 nacionalidades, “la mayoría mexicanos de Ciudad Juárez o Tijuana” -dos ciudades fronterizas mexicanas-. El caso más espeluznante: un vecino de litera guatemalteco le enseñó un día nueve balazos que agujereaban su abdomen. “Y luego me contó que había matado a todos los responsables”, recuerda Robert. Entonces le invadió la desesperación: “me estaban tratando igual que a criminales y delincuentes. Yo era consciente de que había quebrantado la ley, pero me parecía todo una pesadilla”.
El negocio
Las autoridades informaron a Robert de que sería deportado en “unas dos o tres semanas”. Cuando estaban a punto de cumplirse las tres semanas, el joven llamó al consulado español en Texas, donde le dijeron que su vuelo salía la semana siguiente. Pero no salió, porque el escolta del ICE (Immigration and Customs Enforcement- Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) que le tenía que acompañar hasta Atlanta -donde iba a coger el avión a España- se había puesto enfermo, lo que significaba que el proceso comenzaba de nuevo. “Tuve una sensación horrible, sentí un sudor brutal que recorría toda mi espalda”, rememora Robert. La segunda oportunidad también se frustró. Otra vez cancelaron el vuelo. “Pensé que me iba a quedar allí eternamente. Estaba claro que no tenían ninguna prisa en dejarnos ir”.
Por experiencias similares a la de Robert pasan unas 500.000 personas al año en Estados Unidos. Según un artículo del diario The New York Times, el 47% de los centros de detención donde esperan a ser deportados los inmigrantes en situación irregular está en manos privadas. El Gobierno federal paga a la empresa responsable 101,76 dólares al día por detenido. El Congreso estadounidense ha doblado el gasto en los últimos cuatro años, hasta los 2.400 millones de dólares aprobados en octubre pasado, como parte de un paquete de 5.900 millones de dólares para aplicar las leyes de inmigración.
Una salchicha por Navidad
Robert pasó la Nochebuena y el Fin de Año detenido. El día de Navidad comió un pan de molde y una salchicha. No hubo celebración. En Fin de Año tampoco, se fue a dormir a las 11 de la noche. Su familia creía que Robert seguía en Nueva York. Sólo una amiga estaba al corriente de su situación. El estrés de la espera le hacía difícil conciliar el sueño. Hasta que, la tercera vez, llegó el día de salir de Texas. El escolta le recogió y le acompañó hasta Atlanta, donde esperaba el avión que le iba a deportar a España. “En algunos momentos parecía que estaba en El Proceso de Kafka, sin sentido de la realidad”, reflexiona ahora, dos semanas después, desde su habitación en la montaña. No podrá volver a entrar en Estados Unidos hasta dentro de cinco años.
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