Es sintomático que las grandes potencias que dieron lugar al sistema internacional económico y financiero contemporáneo, surgido de las cenizas y el oprobio de la Segunda Guerra Mundial —más de media centuria después—, se sienten a la mesa con un conjunto de países que ese modelo, con todas sus fallas, limitaciones e injusticias, mejor conocido como de Bretton Woods, ha permitido o dado lugar, según se prefiera para mayor precisión, incluyendo su última fase de expansión de globalización económica en las últimas dos décadas. En esta mesa estarán los actores ya conocidos del mundo occidental al lado de naciones con economías emergentes que han ganado presencia regional e internacional, con el propósito de buscar soluciones concertadas a la crisis más seria del sistema capitalista en su etapa contemporánea. Insistentemente se ha dicho que sus magnitudes y profundidad son con mucho más severas que la crisis del 29.
El próximo 2 de abril las llamadas 20 economías más grandes del planeta se reunirán por segunda ocasión, esta vez en Inglaterra, para continuar el diálogo sobre las salidas que existen a esta crisis global y las respuestas más inmediatas. Ya hemos sugerido en este espacio que en el fondo de la crisis subyace un grave problema de restauración de la confianza, fundamental para el adecuado funcionamiento del sistema en su más amplia conceptualización política, económica y social. Ello implica la construcción de nuevos acuerdos que obtengan un amplio respaldo de los principales actores internacionales y nacionales —según el caso de que se trate—, pero también una acción decidida para dotar al sistema de conductas reguladas, con apego a una ética que evite y prevenga la corrupción y el saqueo. Y eso vale tanto para los principales agentes privados (banqueros e inversionistas especuladores) como públicos, cuya autoridad facilitó por acción o connivencia el despojo económico y social encarnado en la idea de la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas.
En el lejano 1944, los líderes de las potencias que ya se perfilaban como triunfadoras de la gran conflagración bélica, particularmente Estados Unidos (Franklin Delano Roosevelt) y Reino Unido (Winston Churchill), se reunieron a la cabeza de un reducido número de naciones, en el balneario (resort, conforme a las nuevas denominaciones del ocio) de Bretton Woods, en New Hampshire, cuyo nombre fue simbólicamente adoptado para referirse a los acuerdos de la época que permitieron el surgimiento del Fondo Monetario Mundial (FMI) y lo que ahora se conoce como el Banco Mundial (BM). Esos arreglos permitieron, no exentos de contradicciones y sobresaltos, el desarrollo progresivo del sistema como lo conocemos al día de hoy. En este apretado resumen debe mencionarse que el liderazgo de esas dos naciones, con Estados Unidos al frente, alentó la prédica sobre las bondades del crecimiento a partir del modelo estadunidense y su ejemplo como paradigma del desarrollo.
La magnitud de la crisis internacional actual pone en tela de juicio la atingencia del crecimiento por los mismos métodos que a simple vista parecería que no cuentan más con la legitimidad necesaria; también produce cuestionamientos al liderazgo de Estados Unidos o Reino Unido. En ese escenario, no parece congruente que el modelo se mantenga como el ejemplo a seguir, toda vez que el epicentro de la crisis tiene raíces esencialmente estadunidenses. Es cierto que el carisma del nuevo presidente estadunidense gravitará en favor de la continuación del liderazgo mundial de su país en este proceso de sacar al buey de la barranca, pero no hay de momento mucho más que ese elemento.
Las expectativas que se han generado por esta minicumbre de 20 países, seguramente en función de los problemas que enfrenta la sociedad internacional, ha dado lugar a la sobrevaloración de sus alcances y resultados. Existen sugerencias, por ejemplo, de que este grupo de naciones revitalice el conjunto de acuerdos políticos, económicos y sociales en que descansa la arquitectura internacional, a fin de atajar todas las crisis contemporáneas, ya sea la económica y financiera, la de energéticos y alimentos, el cambio climático, la migración o los conflictos armados.
Las agendas de paz y seguridad internacionales, del crecimiento económico y desarrollo, de cuidado del medio ambiente o erradicación de la pobreza, por mencionar algunas, a pesar de su implicación no necesariamente deben tratarse de manera unimodal. A estas alturas ya sabemos que crecimiento económico no equivale a desarrollo, y que el desarrollo no es sustentable si no toma en cuenta el medio ambiente y el bienestar de todos los individuos. Por otra parte, sobrecargar las expectativas en la reunión de un conjunto de naciones importantes cuyos dirigentes no pasarán, muy probablemente, de enunciar sus buenas intenciones tanto por las limitaciones del tiempo como porque la toma de decisiones en este sentido requiere de varias etapas más y sobre todo de poner a todos los actores en la misma sintonía. No parece factible esperar que el carisma del presidente Obama o el activismo británico baste para que chinos, rusos, indios o brasileños acepten simplemente la renovación del liderazgo estadunidense y británico y funcione el sistema económico y financiero mundial sobre esas bases.
Más allá del problema político fundamental de liderazgo, es posible sugerir que los mandatarios tendrán como tarea esencial resolver los términos de un mensaje que refuerce la voluntad de acción colectiva y la búsqueda de acuerdos compartidos al más alto nivel. Ello con el propósito de contribuir a sentar directrices para una futura reestructuración de los organismos e instituciones internacionales de corte económico y financiero, en especial el FMI y el BM, para dotarlos de la representatividad de la que adolecen actualmente, y dar cabida, asimismo, en la toma de decisiones, a las grandes economías emergentes del mundo en desarrollo. No son las únicas tareas, ni las más ambiciosas, pero deben dejar en claro la voluntad de renovación si quieren que la reunión sirva para algo sustantivo. Hay voces que han sugerido que la urgencia de resolver la crisis financiera es eminentemente política. Ya hemos visto que pueden caer gobiernos a consecuencia de la crisis, como en Islandia, República Checa, Letonia o Rumania, por citar algunos ejemplos. Tal vez más importante aún, en el nivel práctico de la política, es buscar resolver el dilema conceptual que ha prevalecido de Bretton Woods a Canary Wharf, sobre el paradigma de libre mercado y el papel del Estado en la economía.
gpuenteo@hotmail.com
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