Un día después de que el Senado votó en contra de los fondos que había solicitado para cumplir con su promesa de cerrar la cárcel de Guantánamo, el presidente Obama pronunció un discurso que buscó explicar su estrategia y asegurar el apoyo a ésta. A pocos minutos el ex vicepresidente Cheney también ofreció una conferencia en donde arremetió contra Obama y defendió a su jefe, George W. Bush.
Este duelo entre el gobierno entrante y saliente puso de relieve la existencia de dos perspectivas distintas sobre la forma en que Estados Unidos debe responder a las amenazas a su seguridad nacional. Cheney, mediante un recuento de los ataques terroristas del 11/9, reivindicó las políticas adoptadas y aludió al grave peligro que pende todavía sobre los estadounidenses. Además de denunciar la “falsa moralización” de quienes han criticado las técnicas “mejoradas” de interrogación que se usaron, señaló que en la lucha contra el terrorismo “no hay ningún camino intermedio”.
Obama criticó la idea –insinuada en la presentación de Cheney– de que “todo vale” y manifestó que ella justificó prácticas como la tortura y la extralimitación del Poder Ejecutivo. En su lugar, argumentó que los valores de los Estados Unidos, tales como el apego al estado de derecho, la defensa de las libertades civiles, el sistema de pesos y contrapesos, así como el accountability, son su mejor atributo de seguridad nacional y criticó a su antecesor por haberlos abandonado. Asimismo, condenó la estimulación del miedo entre la opinión pública y la manipulación de su ansiedad sobre el terrorismo para vedar un debate calificado sobre temas como el cierre de Guantánamo.
Este último problema no es menor. La “guerra contra el terrorismo” propició una cultura del miedo que legitimó la adopción de procedimientos violatorios de los derechos fundamentales, diseminó la intolerancia y facilitó la movilización de la ciudadanía a favor de estrategias que, en otras circunstancias, hubieran originado mayor fiscalización. Todo ello, según el presidente Obama, ha hecho menos seguro a Estados Unidos y ha disminuido su capacidad para combatir las amenazas reales que existen, entre ellas Al Qaeda.
El parecido con la realidad colombiana no es gratuito. Aquí, como en Estados Unidos, el miedo en torno al terrorismo ha sido manufacturado y manipulado en función de intereses políticos específicos, como la reelección. Lo cual no significa que las Farc no constituyan un grave problema de seguridad. Pero también lo son y en igual medida los paramilitares y el narcotráfico, en torno a los cuales la intensidad del miedo no se ha “administrado” de la misma forma.
Como allá, en Colombia la cultura del miedo también ha empobrecido el debate público, ha exaltado la intransigencia ante cualquier crítica y ha propiciado un preocupante unanimismo en torno a las políticas gubernamentales. Parafraseando al presidente Obama, durante la época del miedo que se ha vivido muchos han preferido el silencio. Lentamente, los estadounidenses parecen estar saliendo del reino del miedo que los mantuvo presos durante ocho años. ¿Hasta cuándo estaremos cautivos nosotros?
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