Tras intensas y tensas negociaciones, los representantes diplomáticos presentes en la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) en San Pedro Sula, Honduras, no lograron ponerse de acuerdo en torno a la readmisión de Cuba, expulsada en 1962 de ese foro continental por designio del gobierno estadunidense. La circunstancia no deja de ser absurda y hasta tragicómica, habida cuenta que las autoridades de la isla han expresado, con toda la claridad necesaria, su determinación de no volver a formar parte de ese organismo.
Como expresaron ayer el presidente anfitrión, Manuel Zelaya, y sus pares de Nicaragua y Paraguay, Daniel Ortega y Fernando Lugo, respectivamente, todo el debate y las negociaciones giran en torno a la necesidad de reparar una monstruosa injusticia histórica y de reivindicar no a Cuba, sino a la propia OEA, de sus extravíos y de la vergüenza de haber sido, a lo largo de toda su historia, un instrumento de control neocolonial de Washington en el resto del hemisferio.
Sin embargo, a lo que puede verse, esa triste condición no ha sido superada: la secretaria de Estado, Hillary Clinton, presente en el encuentro, siguió aferrándose a la absurda y anacrónica postura tradicional de su país de que, para ser aceptado de nuevo en el organismo panamericano, el gobierno cubano debe emprender cambios orientados hacia el establecimiento de una democracia parlamentaria formal; exigencia fuera de lugar, no sólo por el contraste con los principios de no intervención y respeto a la soberanía y la autodeterminación de las naciones, sino por la anunciada negativa cubana a reinsertarse en la OEA.
El hecho de que esta postura estadunidense, contradictoria incluso con el curso de acción adoptado por Washington hacia La Habana –la novedad del momento, en el escenario bilateral, es la reanudación de pláticas migratorias, suspendidas hace años por la administración de George W. Bush–, impida una resolución que eche atrás la expulsión de 1962, da cuenta de la incapacidad del organismo hasta para corregir las injusticias cometidas en su seno hace casi medio siglo.
La clave principal de esta inoperancia reside en la convivencia, en el mismo foro, del poder hegemónico estadunidense con las naciones latinoamericanas, que a lo largo de su historia han sido víctimas de toda suerte de agresiones, presiones, chantajes e imposiciones de la superpotencia. En esa suerte de asociación, el choque de posiciones resulta inevitable, y lo seguirá siendo en la medida en que nuestros países ejerzan su soberanía, porque simplemente no existen –no pueden existir– los cacareados intereses hemisféricos comunes.
Las relaciones entre Washington y el resto de las naciones del hemisferio disponen de numerosas y robustas vías de comunicación. El encuentro de San Pedro Sula hace ver, por otra parte, la necesidad de construir un organismo de deliberación política específico para América Latina y el Caribe, a la manera de la Unión Africana, la cual está mucho más cercana a un principio de equidad entre sus integrantes. En un foro de esa naturaleza, Cuba, independientemente de su régimen político, tendría, por supuesto, un lugar asegurado.
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