La seducción que provoca Barak Obama proviene no solo de la ruptura que su triunfo supuso con la historia del poder blanco en los Estados Unidos, sino de la nueva forma que adquiere la política en su discurso. Los dos fenómenos van unidos: solo puede aparecer una nueva forma de práctica y retórica política a través de un quiebre con la historia. En el caso de los EEUU, lo interesante es que la ruptura se produjo como parte de un ejercicio político que parece haber llevado la democracia a un nuevo momento histórico.
Lo que me sorprende de Obama es el esfuerzo sistemático por evitar la política del maniqueísmo, de la guerra, de la estigmatización, de los imperios del mal y del bien. En ese empeño, se distancia de la burda retórica conservadora y republicana inclinada siempre a dividir. Las palabras de Obama destacan la búsqueda de aquello que comparten adversarios: el demócrata con el republicano, el estadounidense con el musulmán, el conservador con el liberal, al latino con el afroamericano, al asiático con el blanco y, así, sucesivamente. La búsqueda de lo que se comparte -y, a su juicio, se comparte mucho- orienta la política hacia una ética del entendimiento recíproco.
Esa definición de la política aparece muy clara en su libro La audacia de la esperanza. El punto de partida es recrear aquellos ideales que han perfilado la conciencia colectiva de los estadounidenses, volver a los valores que les une a pesar de las diferencias y que han hecho posible el experimento democrático. Queda bastante claro que recrear no significa volver al pasado, sino repensar los fundamentos democráticos en un contexto histórico radicalmente distinto. Si llama “audaz” a su propuesta, se debe a que en las sociedades nacionales actuales, inmersas en un mundo globalizado de lenguajes contrapuestos, los políticos prefieren avivar las diferencias, agitar los dogmas, proclamar verdades absolutas, polarizar las conciencias. Obama sostiene que esa manera de entender la política puede ser una buena receta para ganar campañas electorales, pero no para gobernar.
En una reciente entrevista con Newsweek, le preguntaron si había dimensionado ya el hecho de tener el megáfono más grande del mundo (porque todo presidente tiene un megáfono puesto en la boca y debe aprender a utilizarlo con responsabilidad y ética). Obama dijo que estaba tomando conciencia de ello, lo cual le llevaba a subrayar tres aspectos claves: pulir los comentarios para evitar “errores verbales”; no sobresimplificar los problemas frente al pueblo (“el pueblo estadounidense -me parece- no solo tiene tolerancia, sino también hambre de explicaciones y complejidades, y la voluntad de reconocer problemas difíciles”); y construir un argumento para quien tiene un punto de vista distinto. Tres consideraciones para alejar la política de los dogmas y caricaturas. La conclusión de lo anterior es bastante obvia: las renovaciones políticas requieren hoy no solo la defensa de nuevas orientaciones en las políticas públicas, sino un uso distinto del lenguaje y las palabras. Más que como armas de violencia y descalificación, como medios de entendimiento democrático.
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