Bien lo advirtió El Libertador Simón Bolívar en 1829: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.
Más tarde, José Martí ratificaría tal vaticinio: “Jamás hubo en América de la independencia a acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder”, según lo escribiera diciembre de 1889, a propósito de la realización en Washington de una “Primera Conferencia Internacional Americana”, patrocinada por Estados Unidos, ignorando el antecedente histórico del Congreso Anfictiónico de Panamá del 22 de junio de 1826, convocado por Bolívar para asegurar la libertad absoluta de nuestra América. Desde entonces, las invasiones, secesiones de territorios, asesinatos de dirigentes nacionalistas, golpes de Estado, bloqueos y dependencia económica han confirmado la advertencia bolivariana y martiana -amén de otros hombres y mujeres igualmente preocupados por el destino de nuestros pueblos- sobre las apetencias imperialistas y neocolonialistas de Estados Unidos, algo que se mantiene con mayor vigencia cuando su elite gobernante se adhiere entusiasta a un Proyecto para un nuevo siglo (norte) americano, el cual contempla sin ambages “redibujar el orden de seguridad internacional de acuerdo con los principios e intereses norteamericanos”, imponiendo bajo cualquier mecanismo -comercial o militar- la hegemonía indiscutible de su país en todo el mundo.
Así, el derecho natural o destino manifiesto que le corresponde a Estados Unidos adquiere una nueva connotación, llevándole a ignorar cualquier consideración de los organismos multilaterales y el derecho internacional que contradiga sus intereses y lineamientos geo-estratégicos, puesta de manifiesto en estas últimas décadas mediante sus ataques e intervenciones militares en Panamá, Haití, Iraq y Afganistán, sin dejar de amenazar a otras naciones y gobiernos en rebeldía que no aceptan su tutoría imperial. Esto ha hecho que Washington reformulara su doctrina militar, adoptando la estrategia de la guerra preventiva puesta en práctica por el Estado racista de Israel en Oriente Medio, además de plantearse la necesidad de extender su dominio territorial a través del establecimiento de más guarniciones y planes militares, sobre todo en nuestra América. Según lo reveló el periodista uruguayo Raúl Zibachi en 2005, “el Comando Sur (yanqui) se ha convertido en el principal interlocutor de los gobiernos latinoamericanos y el articulador de la política exterior y de defensa estadounidense en la región. (…) La presencia militar directa en la región se ha incrementado desde la desactivación de la base Howard en Panamá, en 1999. El Comando Sur tiene ahora responsabilidad sobre las bases de Guantánamo (Cuba), Fort Buchanan y Roosevelt Roads (Puerto Rico), Soto Cano (Honduras) y Comalapa (El Salvador); y las bases aéreas (…) de Manta (Ecuador), Reina Beatriz (Aruba) y Hato Rey (Curazao). Además maneja una red de diecisiete guarniciones terrestres de radares: tres fijos en Perú, cuatro fijos en Colombia, y el resto móviles y secretos en países andinos y del Caribe. Colombia es el cuarto receptor de la ayuda militar de Estados Unidos en el mundo, detrás de Israel, Egipto e Irak; y la embajada en Bogotá es la segunda más grande en el mundo, luego de la de Irak”. Ahora se le sumarán las bases militares en Colombia, acordadas por los presidentes Obama y Uribe, en lo que representa la ampliación de un vasto dispositivo bélico con mando estadounidense sembrado en el corazón del continente americano, cuyo objetivo substancial está más allá de un sencillo combate al narcotráfico, apuntando más bien a la contención de los nacionalismos radicales en nuestros países, algo que siempre fue catalogado por el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA, entre otros organismos oficiales estadounidenses, como la amenaza más fuerte a enfrentar por su nación, luego de la implosión de la URSS; especialmente cuando ella requiere controlar directamente las fuentes energéticas, la biodiversidad y el agua dulce existentes en nuestra América.
Todas las señales apuntan hacia una intensificación del conflicto de baja intensidad que el imperialismo yanqui sostendría en la región en contra de los movimientos populares revolucionarios y de los gobiernos nacionalistas y de tendencia progresista surgidos últimamente, con una Colombia convertida en la punta de lanza de las agresiones imperialistas, de un modo muy similar al papel cumplido por Israel en el Oriente Medio, para beneplácito de las grandes corporaciones transnacionales gringas y de sus acólitos latinoamericanos, teniendo como meta central el aseguramiento de su hegemonismo, como siempre fue su ambición desde la Doctrina Monroe.
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