No hay duda de que la América Latina ofrece hoy gobiernos de orientación diversa. México, Perú, Colombia, Chile, Brasil, Uruguay, República Dominicana, son espacios de moderación. Unos se identificarán más con la izquierda, otros más con el centro, pero ninguno se sale del espacio democrático y de los modos tradicionales de relación con sus vecinos.
El gasto militar sigue aumentando, aunque nada haga presagiar un conflicto bélico en América Latina
Venezuela es notorio que actúa de otro modo: su presidente interviene ostensiblemente en la política interna de los demás, a cada rato anuncia guerras o amenaza con invasiones y pretende negar la evidencia de su apoyo a la narcoguerrilla de las FARC colombianas. Su proclamado “socialismo del siglo XXI” se ha transformado en un populismo irrespetuoso de los derechos, como lo testimonia el cercenamiento progresivo de la libertad de expresión del pensamiento. Ecuador, con mejores modales, se ha sumado a su línea, especialmente a partir del episodio fronterizo en que Colombia atacó a una fuerza guerrillera en territorio del vecino.
La situación tiende a agravarse desde que Colombia anunció que ampliaría su colaboración con los EE UU y motivó recelos y protestas de quienes no ven con buenos ojos esa presencia. A la luz de la historia, nadie se siente feliz con ella, pero el hecho es que no siendo EE UU, ¿hay alguien dispuesto, realmente, a ayudar a Colombia en su solitaria lucha? Desde hace siete años se sospecha del Plan Colombia y se dice que es un intento norteamericano de invadir la región. Lo que ha ocurrido es muy distinto: Colombia ha avanzado en la lucha con la narcoguerrilla y podría derrotarla definitivamente si los Estados limítrofes colaboraran en el empeño. EE UU, por su parte, no produjo ningún desatino en la era Bush y mucho menos puede esperárselo bajo Obama.
Lo triste de esta historia es que sirve de pretexto para que el gasto en armamentos continúe aumentando. La América del Sur invirtió 34.100 millones de dólares el año pasado, un 50% más que en 1999, cuando el promedio mundial, pese a todos los conflictos, está bastante por debajo, ubicándose en un 2,4% del PIB mundial, porcentaje superado ampliamente por Colombia (4,1%), Ecuador (3,6%) y Chile (4,1%). Venezuela, el más agresivo, curiosamente no aparece en las estadísticas disponibles con un gasto tan grande, por la sencilla razón de que su armamento, que ha crecido, no está pensado para conflictos internacionales sino para confrontaciones convencionales internas. En cambio Brasil, que -a la inversa- expone la retórica más pacifista, viene aumentando drásticamente su gasto militar, que pasó de un histórico 1,2% del PIB a un 2% que representa -dado su tamaño- una cifra mayor a la de todo el resto, con el añadido de un importante acuerdo estratégico con Francia que llega hasta la construcción de submarinos nucleares.
¿Cabe pensar en un enfrentamiento militar? Sería un disparate descomunal, desde ya. Ningún motivo medianamente razonable lo hace presumir, porque no hay indicios de que EE UU pretenda usar su presencia en Colombia más allá del apoyo a ese país. Ni, a la inversa, de que Venezuela, pese al ruido de su retórica, esté en posición de abordar un enfrentamiento con el hoy poderoso Ejército colombiano, que no sólo le dobla en efectivos sino en moral de combate, dados sus recientes éxitos en el enfrentamiento a la guerrilla.
Salvo la escalada publicitaria, que en los conflictos excita esos sentimientos nacionales siempre en acecho, no se advierten circunstancias capaces de arrastrar hacia una confrontación a gran escala. La puja ideológica no pasa de los discursos, una vez que la guerra fría terminó y ni Rusia ni EE UU, ni la efervescente China, siguen tras sus huellas. Tampoco median causas territoriales, como las que -en cambio- permanecen entre Chile y Bolivia, eterna demandante de la salida hacia el Pacífico que perdiera en 1884.
En estos pulsos, lo que se está poniendo a prueba es la nueva política exterior norteamericana y el proclamado liderazgo brasileño, que todos reconocen -explícita o implícitamente- aunque no se evidencie como muy efectivo. En verdad, el Mercosur está estancado, pese a que Brasil es dominante en esa región; y en el conflicto andino, que va desde Venezuela a Ecuador, su papel no ha pasado de una neutralidad elegante. Se continúa esperando un Brasil más activo, que contaría hoy -para un rol de arbitraje- hasta del respaldo de los EE UU, poco entusiasmado con involucrarse directamente.
Mientras se juega a las viejas guerras, los problemas sociales del hemisferio siguen presentes y los números dicen que la fabulosa bonanza de 2003-2008 no ha significado cambios drásticos. Algo bajó la pobreza, aunque no lo esperado, y los resultados educativos persisten tan insatisfactorios como siempre, hipotecando las perspectivas de futuro. Añadamos a este panorama la alarma hondureña, que nos está hablando de las fragilidades democráticas, y volvemos a darnos de cabeza contra una realidad a la que cuesta mantenerle el optimismo que los grandes precios agrícolas y mineros provocaron en los últimos tiempos. Es verdad que la crisis mundial no golpeó como en Europa y EE UU, pero también lo es que nadie puede imaginar tiempos rosados para los países pobres cuando son negros para los ricos.
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