Durante el tramo final de la primera independencia, bajo la mirada vigilante del presidente James Monroe (1817-25), Simón Bolívar ocupa poco más de cinco años en la liberación de cinco países de América del Sur: Colombia (1819), Venezuela (1821), Ecuador (1822), Perú y Bolivia (1824). Cinco años después, Washington desbarata sus ideales de unidad.
Monroe y Bolívar fijan posición frente a la “Santa Alianza” europea, pero guardan concepciones radicalmente distintas en torno al destino de los pueblos hispanoamericanos. Para Bolívar los yanquis son “canallas”, “belicosos” y “de espíritu aritmético” (Carta de Jamaica, 1815), y John Quincy Adams (secretario de Estado y sucesor de Monroe) propone que América debía ser “para los americanos” (1823).
Con frialdad geopolítica, mientras el Libertador desenvaina su espada en el sur, Washington convierte a Bogotá en hervidero de intrigas destinadas a socavar las filas bolivarianas. Desde 1822 (año en que reconoce la soberanía de la Gran Colombia), embajadores como Richard C. Anderson y William H. Harrison (Bogotá), Joel R. Poinsett (México), John B. Prevost (Chile y Buenos Aires) y William Tudor (Lima), siembran la cizaña del racismo, estimulando los intereses oligárquicos.
El objetivo de Washington (que se proclama “neutral” en la guerra de liberación) consiste en enfrentar a venezolanos y neogranadinos (colombianos). Simultáneamente, la marina de guerra yanqui ayuda a los contrabandistas de armas, en favor de España.
Los traidores florecen. En el prócer Francisco de Paula Santander, vicepresidente de la Gran Colombia y piedra angular de la primera gran victoria contra España (Boyacá, 1819), Bolívar descubre (tardíamente) a un sórdido precursor del “panamericanismo monroista”.
A modo de advertencia, desde la lejana Potosí y durante los preparativos del Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), el Libertador advierte a Santander: “…aborrezco a esa canalla de tal modo que no quisiera que se dijera que un colombiano hacía nada como ellos” (octubre 1825). Sin embargo, la misteriosa muerte del argentino Bernardo de Monteagudo (encargado de redactar las premisas del congreso), asesinado a puñaladas en una calle de Lima, dibuja nubarrones de tormenta.
En abril de 1826, en Caracas, el venezolano José Antonio Páez (otro prócer de mirada corta) se subleva contra Santander, mas no en favor de Bolívar. Y no bien el Libertador parte de Lima para conjurar la revuelta, el embajador Tudor mueve los hilos. En La Paz y Lima se sublevan sendos regimientos neogranadinos. Los alzados arrestan a los oficiales venezolanos, poniéndose bajo las órdenes de Santander.
Cuando llega a Guayaquil, Bolívar recibe la noticia de que el Congreso colombiano había entregado al naviero yanqui John B. Elbers el monopolio por 21 años de la navegación por el río Magdalena. Revoca la concesión y recomienda a Santander “…la mayor vigilancia sobre estos americanos que frecuentan las costas: son capaces de vender a Colombia por un real”.
La suerte quedó echada. La América bolivariana, que duplica en extensión a Estados Unidos y lo triplica en población, empieza a ser pasto del separatismo y el regionalismo oligárquico, que en junio de 1830 remata su tarea asesinando al gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, a quien habían expulsado de Bolivia al grito de ¡fuera mulatos!
Bolívar muere (1830) y las fieras de la balcanización se disputan pedacitos de tierra. Conflictos y golpes de mano que los historiadores a modo llaman “guerras civiles”. Pero las diferencias aparentes entre federalistas y centralistas, liberales y conservadores, se tornan gloriosas cuando se unen para ahogar en sangre a sus pueblos.
A finales del siglo XIX, Washington apoya a los mercachifles panameños que anhelan la separación de Colombia, quedándose “a perpetuidad” con el canal interoceánico. Si para reconocer la independencia de la Gran Colombia el imperio se había tomado 12 años (1822), le bastó un día o menos para reconocer la de Texas (1836), la de Nicaragua “liberada” por el pirata William Walker (1856) y la de Panamá (1903).
De la doctrina proyanqui “Mirar al Polo o Mirar al Norte” (Respice Polum) del gobernante conservador Marco Fidel Suárez (1918-21), a la de “seguridad democrática” del paramilitar y narcotraficante Álvaro Uribe Vélez, pasando por la sangrienta “Ley Heroica”, del conservador Miguel Abadía Méndez (1928), y la bestialidad represiva de Laureano Gómez y otros en el decenio de 1950, los grupos económicos y gobernantes de Colombia jamás han podido valerse por sí mismos.
El belicismo de Washington los inspira, el servilismo de Santander los guía. Y los pueblos de América Latina, a más de tomar nota y cuidado de sus afanes guerreristas, los desprecian con alma, inteligencia y corazón.
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