Parece que los jurados de Oslo han invertido, con prudencia y tino, el orden del proceso causal: asignarle el premio para comprometerlo con efectivas políticas de paz que lo justifiquen.
La noticia de que el jurado noruego había conferido al presidente Obama el Premio Nobel de la Paz causó sorpresa en la opinión mundial, incluyendo desde luego al propio Obama. Y no era para menos. Su reacción, totalmente sincera, queda bien resumida en estos términos: “¿Qué cosas he hecho para merecerlo?”.
Confieso sin ambages que admiro al actual presidente de los Estados Unidos. Celebré su elección por muchas razones, pues me gusta su talante audaz y democrático, aprecio su oratoria brillante, sus propósitos reivindicatorios de los derechos humanos, tan despreciados (y depreciados) por su antecesor, y por haber demostrado que aun en una sociedad tan imbuida de prejuicios raciales, la inteligencia y la ilustración tienen que ser mejor valoradas que el origen social y el color de la piel.
Otra cosa es que el poder del presidente de Estados Unidos, potencia imperial si ha habido alguna, es bastante menor que el que suele atribuírsele. No todo lo que el jefe del Estado piensa, quiere y dice puede traducirse en hechos, pues los intereses particulares enquistados en la que a sí misma se presenta como sociedad democrática ejemplar, y los propios de un Estado imperial, son notoriamente más poderosos que el empeño de ajustar una realidad social y política a los postulados formales que dicen regirla.
Por esa razón, los anuncios más promisorios de Obama no se han podido materializar en hechos tangibles, y a la hora de otorgar premios ellos son los que deben contar. La perplejidad del Presidente ante el anuncio era, pues, más que razonable, y me ha traído a la memoria la certera confrontación hecha por Milan Kundera en un memorable libro: El arte de la novela. No tengo a la mano el texto y por tanto voy a hacer la referencia de memoria.
Las situaciones contrastadas por Kundera son las vividas por dos personajes de la literatura universal: Raskolnikov, el héroe (¿o antihéroe?) de Crimen y castigo, y José K, el protagonista de El Proceso, de Kafka. Veamos:
Raskolnikov ha asesinado a la usurera Aliona Ivanovna, dueña del cuartucho donde el joven se aloja, y una vez cometido el crimen la culpa lo acosa de tal modo que su obsesión es confesarla para sentirse libre de ese tremendo peso. Es decir: a partir de la culpa va en busca del castigo.
José K, en cambio, sabe que ha sido condenado por unos jueces lejanos e inaccesibles a los que busca en vano para saber cuál es su culpa. Los verdugos lo aprehenden para hacer efectiva la condena a muerte y el personaje muere degollado sin haber podido desvelar el misterio. A partir de la condena, entonces, quiere saber cuál ha sido la culpa que la justifica, pero no le es dado conocerla.
Pues bien: Obama ha recibido el Premio Nobel de la Paz y como cualquier persona honesta y razonable que sabe con certeza que sus realizaciones no justifican el reconocimiento, enfrenta entonces este predicamento: a partir del premio, descubrir el mérito.
Parece que los jurados de Oslo han invertido, con prudencia y tino, el orden del proceso causal: asignarle el premio para comprometerlo con efectivas políticas de paz que lo justifiquen.
Ojalá que al terminar su mandato no enfrente Obama la trágica situación de José K y pueda encontrar honestamente en sus realizaciones el mérito que retrospectivamente justifique el galardón. Es lo que deseamos fervientemente los que queremos la paz
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