Heads or Tails? The Coin’s in the Air

Edited by Laura Berlinsky-Schine

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Hace un año, cuando Barack Obama tomó posesión de la presidencia, la encuesta del Washington Post-ABC News señalaba que sólo el 19 por ciento de los estadounidenses consideraba que el país iba en la dirección correcta. Hoy, el porcentaje de los optimistas es de 37 por ciento, y aunque Obama sigue teniendo un índice de aprobación del 53 por ciento, sólo el 49 por ciento de los votantes independientes aprueban su gestión. Con estos datos, concluir que hay un empate en la percepción de la ciudadanía sobre la gestión de Obama en su primer año de gobierno sería lo correcto.

En enero del 2009, cuando la economía del país se encontraba en medio de una profunda crisis ante la atónita mirada de la administración de George W. Bush, y el paradigma de gobierno capitalista fraguado ideológicamente por Ronald Reagan parecía derrumbarse, los estadounidenses votan por Obama porque creen en su promesa de cambio.

Obama, a su vez, interpreta el mensaje del cambio como un permiso para dar un giro a la izquierda del centro y empezar a transformar la manera en la que el Ejecutivo ejerce su liderazgo dentro y fuera del país. Los términos de su propuesta de cambio los plasma en un puñado de brillantes discursos en los que ha explicado su visión de la transformación y del rumbo que se propone seguir.

El reto formidable que le presenta el lamentable estado de la economía es visto por Obama y sus colaboradores como una oportunidad magnífica para plantear proyectos de fuerte contenido social, como, por ejemplo, una reforma del sistema de cuidado de la salud que beneficiaría a millones de personas que hoy no reciben atención médica.

Un año después, agobiada por el desempleo y una recuperación económica que no llega, la ciudadanía se pronuncia contra el statu quo y contra el cambio. Y nada ejemplifica mejor este desencanto que el tema de la reforma sanitaria. Hoy, la mayoría de la gente se opone a la reforma y piensa que el presidente debería dedicarse exclusivamente a encontrar la manera de reactivar la economía y disminuir el desempleo.

No se piense, sin embargo, que el desencanto con Obama está muy extendido. El veredicto sobre su primer año de gobierno es mixto y, curiosamente, las dos visiones que prevalecen sobre el desempeño de la actual administración se valen de los mismos ejemplos para llegar a conclusiones opuestas. Es decir, aquello que para unos ha sido un logro de la administración para otros ha sido un fracaso.

Considere, por ejemplo, que la orden para enviar a 30.000 soldados norteamericanos más a pelear en Afganistán, que ha sido aplaudida por los expertos en cuestiones estratégico-militares por considerarla justa y necesaria, ha sido criticada por quienes piensan que es un grave error mandar a tantos jóvenes al matadero en una guerra que no puede tener buen fin.

La misma dicotomía surge cuando se habla de los 787.000 millones de dólares que Obama obtuvo del Congreso para estimular la economía. Para unos, con esta iniciativa Obama evitó que los efectos de la recesión económica en la población fueran más profundos y que se frenara un poco la caída del empleo. Para otros fue una medida populista que sirvió para poco, aumentó la deuda pública y entremetió al gobierno en cuestiones que no deberían ser de su competencia.

En cuanto a temas de política exterior, las percepciones son aún más encontradas. Por un lado están quienes sostienen que en tan solo un año Obama ha logrado mejorar notablemente la imagen de Estados Unidos en el mundo y ha reducido las tensiones con los países del Oriente Próximo, con Rusia y con China. Por el otro, hay quienes no le perdonan la autocrítica por las arbitrariedades cometidas por E.U. en el pasado reciente y por poner en duda el excepcionalismo estadounidense.

Lo prudente sería acordar que el balance de su gestión es mixto, recordar que el período presidencial para el que fue Obama elegido dura cuatro años y que en la política tres años más son casi una eternidad, para bien o para mal.

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