SOY UNA PERSONA muy intelectual», comentó Adrian Mole, personaje ficticio inventado por un humorista inglés, «pero desgraciadamente no soy muy listo». Todos conocemos a alguna de esas personas que piensan mucho, pero cuya forma de razonar carece de sentido. Son individuos dotados de grandes dones cerebrales, a quienes les falta sentido común: pensadores profundos que penetran en los secretos del universo, pero que son incapaces de aplicar la lógica a los problemas sencillos de la vida diaria.
Yo no me atrevo a decir que Barack Obama, como intelectual, esté al nivel de sir Isaac Newton, que supo describir el universo sin poder hallar el camino entre su despacho en la Universidad de Cambridge y el comedor universitario. Ni de Adam Smith, que puso la semilla de los grandes principios científicos de la economías capitalistas, pero que no sabía cómo prepararse una taza de té. Ni del gran astrónomo español Arturo Duperier, que halló soluciones a problemas inmensos de las trayectorias de los rayos cósmicos, pero que no podía coser un botón ni sumar sus cuentas de casa.
En cambio, ya es evidente que Obama tiene algo en común con aquellos grandes sabios. Sabe pensar, pero no sabe qué hacer.
Y su predicamento es aún más grave. No sólo es que piensa mucho, sino también que espera mucho y confía mucho en lo que en el primer tomo de su autobiografía llamó La osadía de la esperanza. La esperanza lleva al desengaño. El optimismo es un camino seguro hacia la desilusión. Yo soy pesimista y, por tanto, soy feliz. Espero lo peor, y eso espanta la decepción. A veces, muy raras veces, las cosas acaban un poco menos mal de lo que había pronosticado, y la vida me parece bella.
En el caso del señor Obama, creo que su presidencia acabará mal por haberse lanzado con tanta emoción invertida. A buen fin, no hay tan buen principio. Los votantes que votaban a ese «cambio en que podemos confiar» ya se resignan a las guerras prolongadas, la crisis financiera duradera, el déficit presupuestario creciente, la economía estancada, la prometida sociedad de bienestar prorrogada y las primas que se pagan los banqueros, que siguen creciendo como nunca. El único «cambio en que se puede confiar» es, por lo visto, el que no va a suceder.
El fracaso de la presidencia Obama ya parece definitivo. Acaba de perder su mayoría absoluta en el Senado. En las elecciones de este año lo más probable es que la pierda también en el Congreso. En todo caso, sus posibilidades de llevar a cabo un programa legislativo ya están muertas. En el Tribunal Supremo, que es otro obstáculo a las reformas soñadas por el presidente, no le quedan opciones para cambiar al personal, ya que los numerarios son constucionalmente insustituibles mientras no dimitan ni mueran.
Así, los proyectos anunciados en la campaña electoral de 2007 quedan en ruinas: la guerra de Irak continuará y la salud pública gratuita para todos seguirá siendo una quimera. No es por falta de voluntad ni de lo que el primer presidente Bush llamó «esa cosa visionaria». Obama es un tipo enérgico y acometido. Sus ideales son abundantes y sus ambiciones, nobles. Sueña con un Estado del Bienestar en Estados Unidos al nivel de los de la Unión Europea. Trabaja por la paz mundial -aunque a veces usa métodos poco intuitivos- y busca medios de tranquilizar las inquietudes de Israel ante los palestinos.
También quiere poner fin a los abusos contra los derechos humanos perpetrados por sus paisanos bajo la Administración Bush. Quiere que las condiciones medioambientales mejoren y que el comercio del mundo sea más libre y flexible. Intenta abrir relaciones respetuosas y fértiles con otros países. Desea sinceramente una vida mejor para los más desaventajados de su nación, que son los inmigrantes pobres. Pero en su intención lo que lo que sí le faltan son estrategias prácticas tangibles para conseguir aquello que se propone.
Su proyecto más perseguido ha sido la instauración de servicios gratuitos de salud en todo el país. Parece mentira que la nación más rica del mundo, que dispone de recursos suficientes para emprender guerras lejanas y mandar astronautas a otros mundos niegue a sus ciudadanos un derecho tan básico. Para Barack Obama la ilusión de solucionar un problema que venció a los Clinton es encomiable. Pero hay que confesarlo abiertamente: no existe ninguna posibilidad de erigir un sistema auténtico de bienestar público en EEUU sin reformar radicalmente todo el sistema político.
Obama creía, basándose en los sondeos, que su política contaba con el apoyo de la gran mayoría de los votantes, pero no se fijó en que la reforma de la salud pública es algo que la gente apoya a un nivel retórico, pero que muy pocos estadounidenses están dispuestos a votar. La clase media, que es la mayoría de los votantes, ya está muy satisfecha con el sistema actual. Los pobres, que no pueden pagar el enorme coste de los seguros, han pasado a formar parte del casi 50% de la población que ha abandonado las urnas.
En cambio, las compañías aseguradoras y las entidades privadas proveedoras de servicios de salud tienen atados y bien atados a jueces y políticos por medios que son legales en EEUU, pero que se considerarían corruptos en Europa. Con su poder económico representan un lobby implacable capaz de armar campañas electorales pro o contra determinados líderes políticos, según su grado de complicidad con dicho sector.
Algo semejante ocurre con todas las demás frustraciones del presidente. La paz en Oriente Medio es inalcanzable, porque los grupos de presión a favor de Israel, que unen a judíos y cristianos evangélicos -que consideran que Israel es una creación divina profetizada desde tiempos bíblicos-, controlan -más o menos- varios distritos electorales importantes.
Las guerras son inacabables en parte por el peso de la presión política ejercida por los sectores con grandes inversiones en los escenarios bélicos. O por el sector petrolífero. O por el armamentístico. Los esfuerzos para disminuir la contaminación atmosférica se enfrentan a la presión de varias industrias contaminadoras, con riqueza suficiente para comprar muchos votos en la legislatura. Intereses vinculados con el régimen anterior, con su dinero y su influencia entre la clase política, se oponen a la libertad para las víctimas de Guantánamo o a la justicia para los subversores a los derechos humanos.
Los sindicatos gastan sus fondos enormes en comprar votos y pagar campañas en contra del comercio libre. Y si hay un objetivo común a los sindicatos y las grandes industrias, es que ambos quieren negar derechos a la mayoría de los inmigrantes: quieren excluirlos del país, mientras que las industrias quieren incorporarlos para explotarlos.
A fin de cuentas, las reglas de la política estadounidense son bastante sencillas. El que paga el pito, por emplear un giro inglés, elige la canción. El dinero manda y la ley permite que los adinerados financien las campañas electorales a quienes les dé la gana. En otros países sus contribuciones se calificarían de sobornos, que es lo que son. Por otra parte, los grupos de presión pueden amenazar a los legisladores que les ofenden, dedicando fondos a sus opositores o lanzando campañas difamatorias en sus distritos electorales. Claro que el sistema político está enfermo, con venas bloqueadas y endurecidas por la acumulación de sobornos y chantajes.
EN UN MOMENTO determinado, a la hora de vencer en las elecciones a presidente, Obama creía que había encontrado la forma de derrocar el sistema. Su propia campaña se financió en parte por los métodos de siempre, engrasada por la unción de pagadores ricos. Pero evitó ser el cliente de nadie, atrayendo el apoyo financiero de un número elevado de gente modesta de las clases media y obrera, cuyas subvenciones sumaban, en total, más que las de los ricos y más de todas las cantidades manejadas por el resto de candidatos. Las elecciones a la legislatura, empero, siguen siendo un lago en que los peces gordos se comen a los demás. Los distritos electorales son tantos, y las elecciones son tan frecuentes -cada par de años en el caso de los escaños de la Cámara de los Diputados- que es impensable que las clases desfavorecidas logren desafiar a Don Dinero.
Así que para realizar los sueños del presidente había que empezar como Cristo: expulsando a los comerciantes del templo. Tal vez el experimento hubiera terminado con un martirio, pero sin intentarlo todos los demás esfuerzos resultan vanos. Hubo una oportunidad en la persona del candidato vencido de la campaña presidencial, el senador John McCain, cuya gran cruzada siempre había sido la reforma del sistema de financiación de las elecciones y la eliminación de la corrupción electoral. Para ser elegido como candidato de su partido, McCain tuvo que suspender su retórica y abandonar esa política. Pero en el fondo de su corazón seguía fiel a ella y a juzgar por sus observaciones recientes sigue convencido. Obama hubiera podido ofrecerle un puesto en su gabinete, con el encargo especial de llevar a cabo las reformas. McCain hubiera aceptado. Ya no le quedaban más perspectivas de jugar un papel decisivo en la historia de su país.
Su partido, como se vio en la propia campaña electoral, había abandonado la tradición moderada que McCain representó para dar bandazos hacia la derecha. Para Obama, tal alianza hubiera sido un golpe admirable, incorporando a su mayor rival, al lado de la señora Clinton, proclamándose ajeno al partidarismo, encarnando ese soñado «cambio en que se puede confiar». Si hubiera fracasado el intento, el martirizado hubiese sido el senador McCain. Claro que Obama hubiera tenido que sacrificar algunos proyectos que le eran queridos: los mismos que ya se han hundido en el mar corrupto del sistema político.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y ocupa la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts, EEUU).
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