Estados Unidos ha estado demasiado ocupado en guerras lejanas en los últimos 10 años como para percatarse de que se larvaba una en las mismas puertas de su casa. El asesinato hace una semana de dos ciudadanos estadounidenses y un mexicano, camino de Ciudad Juárez, ha sido el detonante que ha hecho despertar del sueño al vecino del norte.
El triple asesinato ha generado serias tensiones diplomáticas entre ambos países. Desde México se percibió como una amenaza de injerencia la promesa estadounidense de hallar a los culpables; y no ayudaron demasiado las primeras declaraciones de Janet Napolitano, la secretaria de Seguridad Interna, criticando la ausencia de resultados de la estrategia de seguridad de Felipe Calderón, que, entre otras cosas, ha desplegado 8.000 soldados en Chihuahua, convertido en uno de los Estados más violentos del mundo en este momento. También México ha acusado a Estados Unidos de ser el principal cliente de la droga que tiñe de sangre el Estado de Chihuahua, con una media de 6,6 muertes violentas al día, y de armar a los violentos gracias a su permisividad en el comercio transfronterizo de armas.
Tras esos primeros momentos de tensión, la sensatez parece haberse instalado entre los dos países vecinos. La Casa Blanca se ha apresurado a hacer pública la invitación cursada al presidente de México para acudir a Washington en mayo próximo; y anuncia la visita a México de la secretaria de Estado Hillary Clinton el próximo martes, acompañada de un grupo de alto nivel, en el que está la propia Napolitano. En la agenda de ambos encuentros estará la lucha conjunta contra el narcotráfico, al que el FBI y la DEA ya han empezado a acosar en El Paso, la tranquila ciudad tejana próxima a Ciudad Juárez. Allí los sicarios parecen encontrar el reposo y la munición que necesitan para imponer la brutalidad de sus leyes al otro lado de la frontera.
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