Barack Obama sacó adelante la reforma del sistema sanitario de Estados Unidos en la Cámara de Representantes. La votación, que se saldó con 219 votos a favor y 212 en contra, era el último escollo de importancia para un proyecto emblemático que ahora cubrirá otras etapas en el Senado. Su carácter histórico está definido no sólo por la transformación de un sistema de cobertura social centenario, basado en la contratación de seguros médicos privados, sino en el hecho de que otros inquilinos de la Casa Blanca lo intentaron antes sin éxito. Obama empeñó el futuro de su Presidencia en que la reforma se convirtiese en realidad y asumió la misión de lograr los apoyos precisos. Su agenda de las últimas semanas refleja esa determinación: pronunció 55 discursos en favor de la reforma, participó en cuatro mítines sobre el asunto, conversó personalmente con cerca de 90 congresistas e incluso aplazó una gira por Indonesia y Australia para poder estar presente en la recta final de la negociación. Su presencia fue, sin duda, definitiva, porque sirvió, por ejemplo, para que los demócratas católicos respaldaran la reforma tras el importante compromiso de que no se usarán fondos federales para financiar abortos.
La satisfacción de la Administración Obama contrasta, sin embargo, con la respuesta de la opinión pública tras nueve meses de luchas y tensiones. La popularidad del presidente ha caído un 50%, entre otras razones porque, lejos de tratarse de una reforma popular, el 55% de los estadounidenses se opone a ella. Resultan sintomáticas las lecturas divergentes que del proyecto se realizan dentro y fuera de Estados Unidos. Mientras, en Europa, por ejemplo, se tiene la sensación de que el plan es un avance extraordinario, la mayoría de los norteamericanos, que ya tiene seguro médico, está en contra, porque no sabe en qué va a salir beneficiada. La subida de impuestos para financiar el carísimo sistema –casi un billón de dólares– y la obligación de adquirir algún tipo de seguro médico, con penalizaciones si no se acepta la nueva legislación, han alimentado una comprensible resistencia. En Estados Unidos, la sociedad digiere mal la injerencia del poder político en asuntos que afectan a la libertad individual, y así es exactamente como debe interpretarse esta ley.
Pese a todo, entendemos que el cambio tiene aspectos positivos incuestionables. Es cierto que está lejos del proyecto original de Obama, que no habrá Sanidad universal ni posibilidad de acogerse a la sanidad pública pagando una cuota (opción pública), pero también lo es que la cobertura médica se amplía a más de 32 millones de personas, –con lo que estará cubierto el 95% de la población–, que se prevén subvenciones públicas generosas para quienes no puedan sufragar el coste del seguro privado, y que se prohibirá a las aseguradoras no dar cobertura a personas que padezcan alguna enfermedad o desentenderse de enfermos con patologías graves.
Entendemos que Obama se pueda sentir aliviado, pero la realidad es que se trata de un triunfo agridulce, porque estamos anta una reforma descafeinada, que ha dividido al país, que será denunciada por al menos once estados y que no cuenta con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos.
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