El pasado martes por la noche, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, declaró una nueva guerra. Además de los frentes abiertos en Irak y Afganistán, la Casa Blanca estableció otro frente de batalla, no menos complicado. Pero esta vez el enemigo no es un dictador como Saddam Hussein, una organización terrorista como Al Qaeda o supuestas armas de destrucción masiva.
Tras casi año y medio en el cargo, Obama, al mejor estilo de su antecesor, George W. Bush, abrió fuego contra la dependencia norteamericana de los combustibles fósiles. Y, a juzgar por las circunstancias, el anuncio no es ninguna metáfora. Todo por cuenta del inmenso desastre causado por más de 2 millones de galones de petróleo vertidos en las aguas del Golfo de México, a raíz del hundimiento, hace ocho semanas, de la plataforma marina ‘Horizonte de Aguas Profundas’, de propiedad de la multinacional de origen británico BP.
Para reafirmar su ‘clamor de guerra’, escogió la Oficina Oval para su alocución, la misma desde donde anteriores presidentes han informado sobre decisiones trascendentales. De hecho, es la primera vez desde el boicoteo de la Opep hace 31 años que dicho escenario es usado para el mismo tema. En el discurso del mandatario abundaron, además, las referencias bélicas: anunció una “batalla” en favor de una reforma energética que hace tránsito en el Congreso y dijo que el derrame de crudo era un “asalto” a las costas. Ya había calificado el vertido imparable de 35.000 galones diarios al océano como un “11 de septiembre ambiental”, en referencia a los atentados terroristas del 2001.
El dramatismo de Washington se entiende por la descomunal tragedia ecológica y por el gran daño en imagen pública que la mancha negra le está infligiendo a su gobierno. Mientras más del 47 por ciento de los estadounidenses desaprueban la gestión de Obama, el 52 por ciento rechaza el manejo que la Casa Blanca le está dando a la crisis. A esto se suman recientes revelaciones sobre la débil vigilancia de las agencias reguladoras sobre las exploraciones petroleras en altamar, la confusa y lenta reacción gubernamental a las consecuencias sociales y ambientales del derrame en la misma área golpeada por el huracán ‘Katrina’, y los fallidos intentos de la BP para sellar el pozo.
Aunque la jugada de Obama de convertir el desastre en un empujón a reformas energéticas pendientes es audaz, está demostrado que es más fácil bombardear una montaña afgana que cerrar el chorro de crudo. Aparte de considerar que ayer el mandatario forzó a la petrolera a crear un fondo de compensación de 20.000 millones de dólares y suspender su pago de dividendos, no hay claridad sobre la estrategia tecnológica para frenar el vertimiento. A corto plazo, la Casa Blanca está en manos de los ingenieros de la BP, únicos con la tecnología para arreglar el entuerto, mientras sus gobernados le piden mano dura contra la empresa. Todo esto en la antesala de unas elecciones legislativas, en noviembre, en las que los demócratas tienen las de perder.
En su fuerte discurso, el presidente estadounidense tampoco brindó mayores detalles sobre cómo buscará la aprobación de la reforma en curso y la ley de cambio climático, ni sobre la forma en que se estimularán las energías que sustituirán a los hidrocarburos. Ausentes de la alocución estuvieron caminos concretos para transformar la cultura de la sociedad norteamericana, adicta a la gasolina, construida sobre autopistas y suburbios y con vocación consumista. Por último, hay que poner en práctica eso de pedir más intervención del Gobierno cuando fue la falta de supervisión estatal una de las causas del problema. Siguiendo la metáfora de la guerra, Obama es un general sin plan de batalla ni estrategia clara frente a un enemigo poderoso y de enorme complejidad.
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