El malestar por el curso de la guerra alcanza al alto mando estadounidense sobre el terreno
La convocatoria urgente a la Casa Blanca del comandante en jefe estadounidense y de la OTAN en Afganistán, general Stanley McChrystal, para que explique unas declaraciones periodísticas suyas y de sus colaboradores inmediatos abiertamente críticas, cuando no insultantes, hacia miembros relevantes del equipo presidencial, son la primera señal al más alto nivel de los estragos de Afganistán en la Administración de Barack Obama.
McChrystal, un respetado soldado designado hace un año para conducir la guerra, ha pedido perdón. Pero sus comentarios y los de su entorno, que alcanzan oblicuamente al propio Obama, reflejan discrepancias militares sobre la dirección política del conflicto, desilusión por la marcha de los acontecimientos y, a la postre, escasa convicción sobre su desenlace. El artículo aparece cuando se multiplican los muertos de la coalición internacional y es patente que no funcionan elementos centrales de la estrategia aliada. Los estadounidenses se han enterado por un informe del Congreso de que su dinero (2.000 millones de dólares) sirve para pagar la protección de jefes mafiosos locales -e indirectamente de los talibanes- a los convoyes de la OTAN que distribuyen suministros a 200 bases de EE UU en el país.
La desazón que provoca Afganistán no se confina a la Casa Blanca, y sus implicaciones no son exclusivamente militares. Los socios europeos de Washington se muestran cada vez más escépticos. La guerra ha provocado la reciente dimisión del presidente alemán y la caída del Gobierno de Holanda. Canadienses y holandeses ya tienen planes para irse.
La realidad es que ni Washington y sus aliados, pese a su formidable despliegue, ni el presidente Karzai tienen planes creíbles para decantar la guerra de su lado, a solo un año de que comience la retirada estadounidense. Los progresos en la reconstrucción de Afganistán, económicos y políticos, son desesperadamente lentos. Pakistán practica un doble juego. La mayoría de los afganos -con un Gobierno corrupto que no ofrece seguridad ni trabajo ni tampoco servicios- no se pueden permitir ponerse frente a los talibanes y los soldados de Estados Unidos son tan temidos como los fanáticos islamistas. Una percepción acentuada por la sangría de civiles que jalona la guerra, en la que ni siquiera se produce la publicitada ofensiva sobre Kandahar, supuesta prueba de fuego de la nueva estrategia de la OTAN.
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