Thou Shalt Not Kill

<--

El asesinato a manos del Estado de Utah de un preso revela nuestro sadismo colectivo. Asesino confeso, lo han apiolado volándole el corazón en una penitenciaría similar a la de La canción del verdugo, aquella novela de Mailer sobre la desafiante conducta de un monstruo al que sociedad, de puro burocrática en su tratamiento de la barbarie, hacía bueno por comparación. La ira acompaña la reacción de quienes consideran el ojo por ojo fórmula suprema de arbitrio social. Celebran el crimen con entusiasmo quienes consideran que el asesinato puede justificarse, legalizarse. Son los mismos que verían con buenos ojos torturar al delincuente si el uso de tenazas, pinzas, cuchillos y fustas garantizase salvar vidas inocentes. Según estos nostálgicos, inconscientes o no, del Santo Oficio, el fin no sólo justifica los medios: encima demuestra la superioridad práctica de un país, Estados Unidos, sobre la decadente Europa. Qué triste, a estas alturas, que algunos todavía distingan entre asesinatos gratuitos y selectivos, abominables y justificados, “buenos” y “malos”.

Sobra esgrimir en contra de las ejecuciones que con dichos ejercicios de exterminio la primera potencia mundial, espejo admirable en tantas otras cosas, navega en compañía de regímenes tan repugnantes como China, Irán, Sudán, Corea del Norte o Arabia Saudí. La culpa propia no lava más blanco en función de lo que otros hagan ni asquearía menos el pecado si fuera compartido con naciones que respetan la dignidad humana. La ferocidad contra el que delinque nos rebaja cuando pasamos del castigo legítimo a la venganza cruda. Igual da que estemos solos o romandiñados con una jauría planetaria. Si pasamos por la navaja al criminal multiplicamos su aberración, funcionamos de correa sanguinaria que prolonga el horror.

Tampoco parece admisible hablar de eficacia. Aunque la pena de muerte haya demostrado, cifras en mano, su inutilidad como instrumento disuasorio sería igualmente indefendible en el improbable caso contrario. Lo mismo vale respecto a los costos económicos. Cuesta más dinero mantenerla, con todo su carrusel de abogados, eternos litigios, apelaciones, etc., que abolirla, pero aún en el caso de que optimizásemos recursos liquidando a unos cuantos ciudadanos cada año seguiríamos hallándonos ante una práctica hedionda. El asesinato, venga de donde venga, lo practiquen fanáticos religiosos, locos de atar, pistoleros nacionalistas o carniceros con diploma legal debe condenarse siempre, no por adanismo, progresía de salón o majadería pacifista, sino porque en ello nos va la dignidad, la moral que evita que acabemos hundidos en el mismo pantanal donde aúllan los lobos.

El último argumento que los partidarios de la pena capital airean suele ser aquel que compromete a la madre, hijos o pareja del interlocutor que discute con ellos. ¿Y si la muchacha asesinada fuera tu novia? ¿Serías tan condescendiente si habláramos de tu familia o amigos? En tal caso sería yo mismo el que trataría de matar al asesino. Admitiendo después que mi comportamiento resultaría punible y por lo tanto debería de responder ante mis semejantes e ingresar en prisión. En realidad, nadie menos indicado para administrar justicia que las personas cercanas a la víctima. Lo reaccionario, como explicó Fernando Savater en impecable artículo referido a la cadena perpetua, «es expresar una “reacción” visceral y atávica ante un suceso presente». No debido, prosigue, a «que menospreciemos la gravedad del delito sino a que valoramos al máximo la dignidad del ser humano, presente incluso en quienes de manera más oprobiosa la olvidan y pisotean. Poner un límite al castigo, tan alto como sea debido, indica la voluntad social de no exterminar al semejante, sean cuales fueren sus culpas. Porque ésa es la condición trágica en la que nos movemos: que los peores son sin embargo semejantes de sus víctimas y de todos los demás. Y la libertad que ellos emplean para el mal -por lo cual pueden y deben ser penalizados- es también terrible e inseparablemente hermana de la que nosotros esperamos, con esfuerzo a veces angustioso, utilizar mejor».

Qué asco, pues, provoca la idea de que con sangre la sangre entra, la primitiva idolatría del fusil, la barra al rojo que redime a la bruja marcándola en los senos, la hoguera que purifica, la cámara de gas, la inyección o chute de veneno, la guillotina vil y el garrote denunciado por Azcona y Berlanga. Mierda de posmodernidad enraizada en virus absolutistas, que relativiza incluso las conquistas ilustradas, condena a Voltaire por manso y a Martin Luther King por cordero, purga los pecados del mundo con la bandera de Hammurabi y en nombre de la democracia actúa contra ella. Qué miedo me provocan los vengativos entre las ruinas, los que higienizan sociedades a base de rodillo, latigazo y mamporros, los que todo lo arreglan espiando culpas ajenas en fosas higienizadas por la ley, los socios del matarife, quienes confunden humanidad y majadería, los hoscos, los puros, los violentos gendarmes de la paz social, los guardianes del cementerio, los que llevados por la legítima repulsa del crimen lo reproducen con bata blanca, los que se lavan las manos entre la masa vociferante, los que celebran el pistoletazo de gracia comiendo cacahuetes, los teóricos de la jauría, los que no tiemblan, los infalibles, iracundos, sañudos ciudadanos que creyéndose curtidos, maduros, de vuelta de las trampas febles de la razón, merodean más cerca de iluminados necrófilos como Mao, Jomeini o Kim Jong-Il de lo que ellos mismos imaginan. No matarás, ¿recuerdan?

About this publication