Changing of the Guard in Afghanistan

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Es inevitable reparar en el significado de sus apellidos cuando se habla de los generales estadounidenses David Petraeus y Stanley McChrystal. Por decisión fulminante del presidente Barack Obama, el primero acaba de sustituir al segundo como comandante de las tropas aliadas de 46 países en Afganistán.

Durante el año que estuvo al frente de la guerra afgana, McChrystal fue, ciertamente, un general cristalino: de franqueza insobornable, solía preguntar a los soldados qué errores veían en la política de sus superiores, abría las puertas a los periodistas y no vacilaba en ofrecer disculpas cuando descubría que sus tropas habían cometido abusos. Tanta sinceridad fue su perdición; en una entrevista de conmovedora ingenuidad con la revista Rolling Stone criticó a sus jefes, soltó chistes inaceptables contra el vicepresidente Joe Biden y mostró su escepticismo sobre la política de Obama en la región.

Como era de esperar, a las pocas horas había sido reemplazado por Petraeus. Pero, ¿acaso este general, superior en rango al defenestrado McChrystal, será el militar rocoso, duro, pétreo que sugiere su apellido, un hombre dispuesto a convertir Afganistán en tierra arrasada? Todo indica que no. La piedra sobre la que Obama y la Otan edificarán el desarrollo de sus planes en un país que no han conseguido dominar será, por el contrario, un estratega que cree en las armas y en la construcción de la sociedad civil. De 57 años, Petraeus es un héroe nacional. Su gestión en Irak está señalada como una victoria en todos los sentidos. Cuando llegó, a comienzos del 2007, Irak era una caldera de violencia. Su debut como comandante de la división 101 de paracaidistas significó un esforzado y valiente suceso militar. Elevado luego a comandante, se esmeró por promover obras civiles, educación, labores de reconstrucción y todo cuanto llaman “edificar nación”.

Gracias a él, la situación en Irak dio un dramático y propiciatorio giro. Aun los políticos turcos, que tienen quejas sobre la conducta de los aliados en Irak, aceptan -como lo afirmó el martes un periódico de Estambul- que “Petraeus demostró una capacidad de entender la complejidad de operaciones militares extranjeras que no ha sido frecuente en las estrategias de Estados Unidos en esta región”.

La clave radica en que Petraeus sepa diferenciar entre Irak y Afganistán, pues se trata de circunstancias diferentes que exigen remedios muy distintos. En estos momentos, la situación afgana es calamitosa. Junio ha sido uno de los peores meses en los diez años de guerra. Más de mil militares estadounidenses han muerto ya en estos indómitos territorios, donde luchan 65.000 soldados de la Otan y se espera la llegada de 30.000 más. La corrupción del gobierno de Kabul, al que Occidente apoya, es escandalosa.

Hay zonas del país donde prevalecen las luchas tribales y el narcotráfico, como Helmand, y otras donde los talibanes atacan constantemente, como Marja. Bien financiados, con una larga historia de combate e impulsados por sentimientos nacionalistas y religiosos, los insurgentes son enemigos temibles. Para probarlo, ahí está la “bienvenida” al nuevo comandante, consistente en un ataque talibán perpetrado a plena luz del día el miércoles contra una base de la Otan en la frontera pakistaní.

Existe la creciente sensación de que la guerra de Afganistán se está perdiendo, y de que el retiro de tropas a partir de julio del 2011 anunciado por Obama es utópico o será lentísimo. Petraeus en realidad no se ha posesionado para organizar la retirada de los aliados, sino para ver cómo logran quedarse hasta que el experimento de reconstrucción de Irak se haya repetido de alguna manera en Afganistán.

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