Militarización fronteriza: riesgos multiples
Como se anunció en junio pasado, la Guardia Nacional de Estados Unidos inició ayer el despliegue de mil 200 elementos en la frontera con México como parte de un operativo para frenar el paso a integrantes de la delincuencia organizada. Aunque se ha insistido en que la presencia de soldados estadunidenses en la zona limítrofe se centrará en el apoyo a tareas de logística, mantenimiento e inteligencia, la medida ha sido recibida con temor y rechazo por organizaciones sociales y habitantes de las comunidades aledañas, en cuya percepción este despliegue podría conllevar más riesgos que soluciones.
En efecto, la militarización de distintos puntos de la frontera por el gobierno de Estados Unidos no necesariamente constituye un paso correcto en la lucha contra el narco, por el contrario, tal decisión apunta a una estrategia de seguridad equívoca, si se toma en cuenta que la franja fronteriza común es sólo uno de los espacios en los que se desarrolla la acción de las organizaciones delictivas, si bien es ahí donde éstas se concentran y se expresan de manera más violenta y desembozada.
Con el reforzamiento de la presencia militar en la zona fronteriza pareciera omitirse que el paso de drogas, armas y delincuentes por la frontera común es, en todo caso, síntoma de un proceso de descomposición social e institucional que abarca muchas más zonas geográficas que la línea divisoria, y cuya atención requiere de ámbitos de acción más amplios y diversos que el policial y el militar.
Con estas consideraciones en mente, es posible afirmar que el despliegue de un mayor número de efectivos en la región no implica, por sí mismo, un golpe al poder de los cárteles de la droga ni mucho menos a sus estructuras operativa y financiera, y sí, en cambio, un factor de riesgo en terrenos diversos, como los derechos humanos y la soberanía nacional.
Respecto de lo anterior, no puede omitirse que el despliegue fronterizo de elementos de la Guardia Nacional se inscribe en un proceso de militarización de mayor alcance que Estados Unidos lleva a cabo en distintos puntos de Latinoamérica, y que va de la ocupación humanitaria en Haití –luego del terremoto de enero pasado–, hasta la instauración de bases militares en Colombia y Panamá, pasando por el envío reciente de marines y naves militares a Costa Rica. La creciente presencia castrense de Washington en el subcontinente es un indicador de cesiones inaceptables en términos de soberanía y autodeterminación por parte de algunos gobiernos de la región, y constituye, además, un foco de tensiones diplomáticas, como las que se han expresado recientemente entre Caracas y Bogotá. Cabe recordar que un punto crucial del presente conflicto entre esos gobiernos ha sido la entrega de bases militares al Pentágono por el Palacio de Nariño.
En el caso de la frontera entre Estados Unidos y México, si bien el despliegue se realiza en territorio estadunidense, los gobiernos de ambos países no parecen ser conscientes de que la circunstancia conlleva riesgos indeseables para las poblaciones aledañas: la experiencia histórica sugiere que ese tipo de medidas presentan un contexto propicio para las vulneraciones a la integridad territorial de los países y los atropellos a las garantías individuales.
En la circunstancia actual, para combatir el narcotráfico, la violencia y la descomposición que ese fenómeno conlleva, el gobierno de Washington pudiera echar mano de acciones mucho más eficaces que la militarización fronteriza: desmantelar las redes de lavado de dinero que operan en el sistema financiero estadunidense, frenar el flujo de armas hacia nuestro país y combatir la corrupción en su territorio, sin la cual sería impensable la operación de organizaciones criminales en ambos lados del río Bravo. La militarización de la frontera con México se presenta, en ese sentido, como una medida innecesaria, poco pertinente y riesgosa.
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