Las últimas tropas de combate de Estados Unidos abandonaron Irak el miércoles, dos semanas antes de lo previsto. Se cumple así el compromiso adquirido por Barack Obama de poner fin a las misiones en el país y completar la retirada de miles de militares estadounidenses. Como reconoció la Casa Blanca, estamos ante un momento histórico, en el que se ha dado por finalizada una guerra sangrienta de manera oficial. Atrás quedan siete años de conflicto, que arrancó en 2003 con la denominada «operación Libertad Iraquí», que acabó con el derrocamiento del dictador Sadam Hussein y que salpicó intensamente la política española.
En la hora del balance, la Administración Bush ganó una guerra arrolladoramente, pero se desfondó en una postguerra brutal en la que faltó planificación y sobró improvisación. Se acabó con un régimen criminal, responsable de un auténtico genocidio, para dar paso a un escenario fuera de control que ha costado miles de víctimas hasta contener a un terrorismo islamista que intentó ocupar el vacío institucional y político derivado del desmantelamiento de la burocracia y las élites iraquíes y de la desaparición de las Fuerzas Armadas, sin duda grandes errores de la gestión norteamericana.
Las preguntas hoy sobre la guerra de Irak son si aquel país está mejor o peor que en 2003, si la intervención estuvo justificada o no, o si el mundo es un lugar más seguro. Y las respuestas no son del todo concluyentes como para sostener con fundamento una retirada. Sin duda, para Irak y el resto de países implicados, la intervención ha conllevado enormes sacrificios, pero ha significado el final de un régimen de terror. Debemos pensar en cuáles habrían sido las consecuencias de no haber hecho nada, de haber apostado por una política de brazos cruzados. Pero más allá de esas razones de fondo, lo cierto es que el horizonte aparece marcado por incertidumbres, complejidades y amenazas. Cabe dudar de si Obama no se ha replegado prematuramente forzado por una opinión pública crítica en Estados Unidos, especialmente con la guerra de Afganistán. El tiempo dirá si el presidente norteamericano no ha tomado un atajo para desgracia de los iraquíes en un escenario en el que el pasado martes un atentado suicida causó al menos 61 muertos entre los reclutas que esperaban para alistarse en el Ejército. Es lógico también que el repliegue de los norteamericanos genere decepción y hasta indignación entre los iraquíes, que pueden sentirse justamente abandonados cuando sus propias Fuerzas Armadas reconocen que no están ni estarán preparadas para proteger el país hasta 2020.
¿Criterios políticos o argumentos militares? Más parecen los primeros que los segundos. Los mismos que mantienen a la Administración norteamericana enfrentada con sus mandos castrenses sobre el futuro de la guerra de Afganistán y el calendario de salida del otro avispero bélico. Una retirada a destiempo, y de eso sabemos algo en España, supone a la larga una derrota que convierte en baldíos los sacrificios realizados y que agrava el conflicto en lugar de apagarlo. A la vista de la realidad iraquí, los objetivos de la misión internacional están muy lejos de haberse alcanzado con el éxito necesario.
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