Este noveno aniversario de los atentados del 11-S pone fin a casi una década de recuerdo a las víctimas en un clima de recogimiento espiritual ecuménico y global. La eterna falta de certezas sobre Dios, unida al temor concreto y percibido que despierta el radicalismo islámico en Occidente, ha permitido que un imbécil con bigote encienda de golpe las calles del fuego del choque de civilizaciones. «¿Qué es lo que tiene el “islam” que provoca tan rápido una respuesta desmesurada?», se preguntaba el antropólogo palestino de Columbia, Edward Said, en «Covering Islam». Quizás los imbéciles somos nosotros. En el madrileño barrio de Chamberí, la discreta comunidad judía celebraba esta semana el Rosh Hashaná, la celebración del nuevo año 5771 (nota: qué país tan imbécil aquel que es aún, como el nuestro, antisemita). En el mundo entero, los fieles a Mahoma festejaban el fin del Ramadán. Y los cristianos inteligentes se divertían con la comercial polémica despertada por el «Dios no es necesario» de Stephen Hawking. Hasta que un tal Terry Jones anunció que iba a quemar un libro.
Las Torres Gemelas, al igual que los desvelos espirituales de los hombres, estuvieron suspendidas entre el cielo y la tierra, «mitad de vigía mitad de almuédano, mitad de torre mitad alminar, mitad azotea mitad monasterio, mitad isla mitad ariete», como escribe nuestro compañero Alfonso Armada en su libro «Nueva York, el deseo y la quimera». Su ausencia nos deja la visión celestial del funambulista Philippe Petit colgado entre ambos edificios (ver «Man on wire», 2008), así como el horror terrenal de un avión embistiendo contra ellas. El recuerdo inteligente lo describe el padre de una víctima a Virginia Ródenas en su entrevista de contraportada de ayer: «Cada 11-S, un cura capellán de mi universidad reza ante su tumba con mi esposa, mi madre y mi hija. Un cura católico, yo protestante, y mi esposa judía. Eso es Nueva York».
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