A Fractured Country

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INSPIRADO EN UN TEXTO BÍBLICO (Mateo, 12:25), dos años antes de asumir la presidencia, Abraham Lincoln pronunció su célebre discurso premonitorio donde argumenta que “una casa dividida no se puede sostener”.

Se refería, por supuesto, a la división del país entre los estados esclavistas y los no esclavistas, que al poco tiempo conduciría a la Guerra de Secesión. A muchos les puede parecer una exageración invocar esta frase y ese discurso de Lincoln para analizar la situación que enfrentan hoy los Estados Unidos, pero los niveles de polarización y crispación política existentes, cuando el país sufre la peor crisis económica desde los años treinta, cuando libra dos guerras en Asia y cuando emergen nuevas potencias en el mundo, son de una gravedad inocultable. El grotesco espectáculo del pastor protestante de Florida que amenazó con quemar el Corán, armando un incidente mundial, es un síntoma más de la descomposición existente. En el Congreso, el Partido Republicano decidió votar en contra de todos los proyectos del ejecutivo, convengan o no a los grandes intereses de la nación. Desde el nuevo Partido del Té y desde buena parte del Partido Republicano, y a través de diversos canales de la televisión y emisoras de radio, se difunde una narrativa que acusa al presidente Obama de traidor, de árabe, de musulmán, de comunista, de intentar implantar una dictadura para estatizar la economía y de destruir la economía de mercado. Y, si desde la extrema derecha lo atacan y denigran, desde el llamado progresismo la condena no es menor. Muchos demócratas, sectores sindicales y organizaciones de izquierda tachan a Obama de poco menos que traidor, de tibio, de vendido a los grandes intereses de Wall Street del complejo militar e industrial. Sólo ahora, cuando ven que si se hunde el barco en las elecciones de noviembre pueden perecer todos, grandes intelectuales, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, han apaciguado sus críticas al presidente y a su equipo económico, después de año y medio de un ataque implacable y mordaz.

Y estas fracturas, por supuesto, debilitan a los Estados Unidos en el mundo y alegran y entusiasman a sus enemigos. Pero, quienes los detestan, no deberían alegrarse demasiado porque ese país ha tenido la capacidad para reinventarse muchas veces y, aún con todos los problemas que enfrenta, continúa siendo la primera potencia económica, política y militar del mundo. Pero, más allá del liderazgo que mantiene, su fortaleza radica en su gran diversidad y en su capacidad de recibir e incluir a gentes de todo el mundo, incluyendo las mentes más brillantes de todos los continentes. Así, yo resaltaría a sus grandes universidades, como dijo Edward Said, las últimas utopías que quedan sobre la tierra, como el gran activo de ese país, verdaderos centros de discusión, de crítica y de análisis. Verdaderas fábricas de ideas y de conocimiento que, tarde o temprano, terminan convertidas en innovaciones tecnológicas, en nuevos procesos productivos, en revoluciones organizacionales y en agregación de valor en antiguas y en nuevas empresas.

Pero nada garantiza un futuro seguro y próspero. Después de todo, el destino de una nación está en las manos de sus líderes, con sus bondades y sus defectos. Por eso, ellos también tienen la obligación de recordar la historia, comprender que, si no logran unos acuerdos y consensos mínimos y si no anteponen sus intereses personales y de partido a los grandes intereses de la nación, la causa y la casa de la Unión Americana no se podrán sostener.

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