Negar que el senador Harry Reid necesita el voto de los hispanos de Nevada para ganar su reelección este noviembre sería una necedad. Es obvio que, para el actual líder de la mayoría en el Senado, el camino del triunfo en un estado en el que los estragos de la crisis hipotecaria y donde la brutal caída de la industria de la construcción no auguran una pronta recuperación del empleo, tiene dos vías. La que ofrece la grotesca debilidad de su oponente, una mujer surgida del movimiento ultraderechista conocido como Tea Party, y la del creciente poder político de los votantes hispanos.
Así las cosas, a nadie debería extrañarle que la semana pasada Reid haya anexado al Proyecto de Ley del Presupuesto para la Defensa la propuesta legislativa conocida como el Dream Act, que, de convertirse en ley, podría cambiar el destino de miles de jóvenes que nacieron en el extranjero y llegaron de niños a Estados Unidos porque sus padres emigraron sin papeles migratorios.
Lo intolerable por su hipocresía y deleznable por su aire de traición es la desfachatez del senador por Arizona John McCain, quien, por descaradas razones electoreras, se rasga las vestiduras y señala a Reid con el dedo flamígero acusándolo de hacer política defendiendo a ilegales para ganar su reelección. Patéticas acusaciones viniendo de un hombre como McCain, que ha hecho del chaqueteo político un modo de vida.
Hace cuatro años, por ejemplo, McCain favorecía derogar la hipócrita política que les permite a los homosexuales alistarse en el ejército e ir a combate, pero les prohíbe identificarse como tales. En mayo, en medio del fragor de una apretada elección primaria por la candidatura republicana al Senado, McCain cambió de opinión y, colocándose a la derecha de su muy conservador contrincante, prometió oponerse a la adopción del cambio que aboga por el respeto pleno a las preferencias sexuales de las personas.
Pero nada supera la asombrosa capacidad para mimetizarse de McCain como su cambio sobre el tema migratorio. Hace apenas cinco años, él y el senador Ted Kennedy encabezaron un proyecto legislativo que proponía, entre otras cosas, una ruta razonable para la legalización de millones de trabajadores indocumentados, que terminó siendo descarrilado por apenas un puñado de legisladores republicanos de mentalidad muy estrecha.
Ese mismo año, según revelaban las entrevistas que se le hacían en los medios de comunicación en español, McCain cuestionaba la utilidad y la eficacia de la construcción de muros en la frontera.
Tres años después, atemorizado por la candidatura de un contrincante reconocido por su conservadurismo, McCain se comía sus palabras y daba un giro hacia la extrema derecha para exigir enfáticamente la terminación de la “maldita” barda para detener “el contrabando de drogas y personas. Las invasiones a los hogares y los asesinatos”.
En un artículo reciente, la reportera Maribel Hastings sugirió que el cambio radical que McCain ha experimentado podría deberse a que el de Arizona “no perdona que los latinos no hayan votado por él en el 2008”.
Yo no sé si su actual encono se debe a eso, pero de lo que sí estoy seguro es de que a los 74 años de edad y a pesar de contar con una fortuna familiar que asciende a miles de millones de dólares, con una reputación bien ganada de héroe de guerra y después de casi tres décadas en el Congreso, McCain no se resigna a perder poder, aunque eso implique venderle su alma al diablo.
En sus múltiples reencarnaciones, el Fausto de la leyenda germánica ha tenido muchas variantes y una sola constante. De Marlowe a Goethe, a Mann, el exitoso e insatisfecho Fausto anhela la gloria transitoria, aunque para ello tenga que venderle su alma al diablo aun a sabiendas de que, una vez cumplido el pacto, su condena será eterna.
Hoy, McCain ha revivido la vieja historia pero diluyendo su grandeza y sin que su principal protagonista se haya percatado del minúsculo papel que se ha asignado en esta comedia en la que la vida imita a la ficción.
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