En América Latina está pasando de todo. El dinamismo en la economía, los negocios, la política, la sociedad, en sus relaciones internacionales, y hasta en la criminalidad, es obvio. En contraste, la política de Estados Unidos hacia América Latina es letárgica, poco imaginativa y sorprendentemente irrelevante.
Pero antes de discutir la adormilada política estadounidense repasemos los cambios que están ocurriendo en América Latina. Después de Asia, es la región de mayor crecimiento económico del mundo y una de las que mejor capeó el reciente vendaval financiero. Un nuevo grupo de líderes está tomando las riendas de sus países a través de elecciones democráticas. Hace pocos años Hugo Chávez gozaba de la admiración de grandes mayorías de latinoamericanos que, además, detestaban a George Bush. Hoy es al revés: la popularidad de Chávez en la región ha caído y la de Barack Obama está por las nubes. China e Irán eran remotos y desconocidos en la región. Hoy China tiene una enorme influencia económica en Latinoamérica e Irán ha forjado allí una presencia política sin precedentes. Fidel Castro dice que el modelo cubano ya no funciona y luego explica que fue malinterpretado. Pero tres días después, en La Habana se anuncia el despido de 500.000 empleados públicos (el 10% de la fuerza laboral del país). Según el Gobierno, los despidos son necesarios porque la situación económica se ha hecho insostenible. Mientras las economías de Cuba y Venezuela colapsan, las de Brasil, Colombia, Chile, Perú y otros países crecen de manera sostenida. Millones de latinoamericanos se han incorporado a la clase media.
Pero independientemente de los progresos, las tradicionales tragedias del subdesarrollo siguen azotando a la región. Y hay nuevas: los carros bomba, la tortura y el degollamiento de los enemigos los veíamos en las noticias que nos llegaban de Irak y Afganistán, no desde México como ahora sucede. América Latina es una de las regiones más criminales del mundo en términos de asesinatos y del porcentaje de su economía relacionado con tráficos ilícitos. Este no es un problema de fácil solución. Pero en esto también América Latina nos ha dado una buena sorpresa: Colombia demostró que el progreso en la lucha contra los carteles de la droga y la violencia es posible. Si Colombia pudo, otros podrán.
En resumen, para bien y para mal, América Latina está cambiando a gran velocidad en casi todos los órdenes. Donde nada está cambiando es en la manera en la que el Gobierno estadounidense se relaciona con sus vecinos del sur. Esto no es nuevo y, durante décadas, los expertos se han quejado de que América Latina solo atrae la atención del Departamento de Estado cuando hay guerras o desastres naturales. En el 2006 publiqué un artículo titulado El continente perdido donde mantenía que América Latina era para EE UU la nueva Atlántida, el continente que desapareció de los mapas. Al menos de los mapas de los burócratas de Washington. Los líderes estadounidenses han estado muy distraídos con sus dos guerras, el terrorismo, la proliferación nuclear, la crisis financiera mundial o la reforma sanitaria, como para preocuparse por América Latina.
Pero esto no es óbice para que en Washington se den discursos sobre los planes para América Latina tan desconectados de la realidad como los que da Fidel Castro en Cuba. Según el Departamento de Estado, la política de EE UU hacia América Latina tiene cuatro prioridades: “promover oportunidades sociales y económicas para todos; garantizar un futuro energético limpio; garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, y construir instituciones democráticas efectivas”. ¿Cómo estar en desacuerdo? Pero esta es una agenda para un organismo de desarrollo económico, no para un ministerio de exteriores. Estos son retos domésticos para los Gobiernos de cada país, no para la diplomacia de otra nación, por más grande que sea. Washington nunca le diría a Asia que el objetivo de su diplomacia es “promover oportunidades” para todos los asiáticos. Además, la actual política exterior hacia América Latina tiene otro pequeño defecto: ni el Departamento de Estado, ni todo el Gobierno estadounidense tiene el dinero, los conocimientos o los recursos humanos para implementarla eficazmente (véase: Irak, Afganistán).
Hablar de estas ilusorias prioridades para la política exterior hacia América Latina ayuda a no tener que hablar de otros temas muy reales: la barrera inútil en la frontera con México, la parálisis en la política sobre inmigración y sobre los acuerdos de libre comercio o el estancamiento de la guerra contra las drogas. Sobre esto último, cabe notar que lo único que está estancado es el Gobierno, ya que los narcotraficantes y sus clientes siguen muy activos: el año pasado en EE UU aumentó el consumo de marihuana, éxtasis y metanfetaminas.
En vista de esto quizás la política de América Latina hacia la superpotencia podría tener como prioridad “ayudar a los estadounidenses a drogarse menos”. Nadie la tomaría en serio, pero suena bien. Igual que la de EE UU hacia América Latina.
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