A State of Perpetual Suspicion

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En en diciembre de 2001, cuando el entonces presidente George W. Bush dictó la célebre “military order” que autorizaba la detención indefinida de ciudadanos no estadounidenses sospechados de actividades terroristas, algunos historiadores se preguntaron si esta orden no tenía algunas semejanzas con “la ley de sospechosos” aprobada por la Convención Francesa el 17 de setiembre de 1793, por la cual se ordenaba el arresto de aquellas personas a las que se pudiera considerar una amenaza a la Revolución. Muchas de esas personas -decenas de miles- fueron después guillotinadas o ejecutadas.

La historiadora Sheila Fitzpatrick escribió que uno de los rasgos específicos del terror revolucionario es la sospecha, y que en momentos de profundización y exacerbación de una revolución aumentan los temores de una contrarrevolución, y de ahí que se tienda a ver sospechosos y enemigos en todas partes, incluso entre los propios revolucionarios (Dantón, Desmoulins y muchos otros fueron llevados a la guillotina por orden de Robespierre y Saint Just, aunque éstos corrieron después la misma suerte).

Pero la Revolución Francesa se consumió en pocos años, mientras que la democracia estadounidense sobrevive desde hace más de dos siglos, siguiendo la línea trazada por los “padres fundadores” (república, división de poderes, derechos y garantías individuales, sufragio universal). Sin embargo, la reacción a los atentados terroristas de septiembre de 2001 parece haber cambiado esa imagen de los Estados Unidos, que en el pasado intervino en muchas guerras pero que, una vez finalizadas éstas, siempre volvió a la normalidad, incluso a prósperas y alegres posguerras. Los soldados estadounidenses fueron recibidos como libertadores por la mayoría de los pueblos europeos en las dos guerras mundiales del siglo pasado, y como imperialistas por algunos pueblos afroasiáticos y latinoamericanos años después. Pero todas esas guerras terminaron en algún momento.

Ahora, en cambio, la guerra contra el terrorismo iniciada después de los atentados de 2001 parece ser una guerra sin fin, y durante todos estos años se ha montado una enorme máquina de seguridad nacional que ha llevado a una constante expansión de los poderes estatales, que tocan a prácticamente todos los aspectos de vida estadounidense y han cambiado la imagen clásica de Estados Unidos.

En otras palabras, la lucha contra el “terrorismo invisible” está provocando un debilitamiento de los valores democráticos y republicanos y un auge del “estado de excepción”, que ha dejado de ser algo transitorio para convertirse en una situación permanente.

Ya lo había advertido James Madison, uno de los padres fundadores de la democracia norteamericana, cuando dijo: “Ninguna nación puede conservar su libertad en un estado de guerra continua”. Esta frase suena más realista y verdadera que aquella de Saint Just, por cierto más bella y grandiosa, cuando desde lo alto de la tribuna de la Convención, dijo: “La República Francesa declara al mundo entero que la felicidad es posible”. Dos siglos de historia demostraron que el de Saint Just era un sueño revolucionario.

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