El “submarino” es una antigua forma de tortura practicada durante la Edad Media, que consiste en maniatar a la víctima e introducirla de cabeza en un tanque con agua u orina hasta casi ahogarla, un tormento que ahora George W. Bush reconoce haber autorizado contra el principal arquitecto de los atentados del 11 de septiembre, Khalid Sheikh Mohammed.
En sus memorias, Bush ha justificado la aplicación de esta “técnica de interrogación” con el argumento de que ayudó a prevenir ataques terroristas en Londres y Estados Unidos. No es la primera vez que un presidente estadunidense evoca la “doctrina de la excepcionalidad”, o en palabras llanas, la doctrina de la doble moral, para justificar actos que de ser perpetrados por otros gobiernos serían considerados crímenes de lesa humanidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se decretaron “medidas especiales” para cazar a la población de origen japonés residente en el país americano y confinarla en “zonas de exclusión militar”, o campos de concentración si soslayamos los eufemismos. La ley fue firmada por el presidente Roosevelt el 21 de marzo de 1942, tras lo cual decenas de miles de civiles inocentes fueron deportados, al mejor estilo de la SS, a campos de concentración en Washington, Idaho y California.
Y cuando entre ovaciones y aplausos Bush expresó que “Estados Unidos no distingue entre terroristas y quienes los apoyan, porque igualmente son culpables de asesinato”, no se refería, por supuesto, a terroristas que gozan de la simpatía y la protección incondicional de su gobierno, como el cubano Luis Posada Carriles, un ex agente de la CIA residente en Miami, acusado de haber volado un avión cubano con 73 pasajeros abordo, quien también admite ser el responsable de los atentados con bombas contra varios hoteles en La Habana, en 1997.
Las confesiones de Bush no sorprenden a nadie, proviniendo de un cínico que cree evadir la Convención de Ginebra mediante el artificio semántico de llamar “combatientes enemigos” a prisioneros detenidos por término indefinido, y sin derecho a juicio, en “el soleado y paradisíaco Guantánamo”, como alguna vez se refirió Donald Rumsfeld a esta pavorosa prisión. No hay duda de que el ex mandatario será recordado, no solo por su defensa teológica de la tortura, o por haber destruido un país bajo pretextos fabricados, sino también por sus aportes al Derecho Internacional Humanitario, como su novedoso concepto de “tortura suave”, métodos “legítimos” de interrogación que, “aunque rudos, no dejan secuelas permanentes”. El mundo tampoco olvidará su ejemplar respeto a la vida, manifiesto en la firma durante su época de gobernador de más de un tercio de todas las ejecuciones en la historia de Texas.
Son remotas las probabilidades de que Bush, junto con Rumsfeld y sus secuaces sean algún día juzgados por crímenes de guerra. Quizá sirva de consuelo pensar que al menos en Inglaterra siete ex detenidos en la “idílica” prisión y otras cárceles en Pakistán recibirán millonarias indemnizaciones de su gobierno tras ganar una demanda por complicidad de los servicios secretos británicos en las torturas a las que fueron sometidos. Uno de ellos recibirá un millón de libras, cifra irrisoria en comparación con las ganancias editoriales que se anticipan por la publicación de 1.8 millones de ejemplares de “Momentos decisivos”, la autobiografía de este ex presidente, Chapulín de la democracia.
Es conveniente recordarle a este adalid de los “valores familiares”, que muchas de las higiénicas técnicas de interrogación utilizadas en su cruzada contra el terrorismo, como la práctica de bañar a los prisioneros en excrementos humanos, utilizada en Abu Ghraib, fueron también ejercitadas en forma rutinaria por los Nazis con el fin de lograr la destrucción sicológica y moral de los prisioneros en los campos de exterminio. Tanto en las cárceles Iraquíes como en Guantánamo, la aniquilación síquica y moral se lograba de igual forma que en los campos de concentración alemanes: por medio del terror, las privaciones y la humillación.
En Buchenwald, por ejemplo, la destrucción síquica se iniciaba cuando el recién llegado descubría que no había papel higiénico en ningún lado. Tarde o temprano todos comenzaban a enfermar del estómago y a sufrir disentería; los orines y las heces chorreaban por las piernas de los prisioneros, y durante la noche las evacuaciones involuntarias se filtraban entre las maderas de los camarotes superiores y caían en la cara de aquellos que dormían debajo, mezcladas con pus y orina para formar un barro pestilente y resbaloso sobre el piso de las barracas. En pocas semanas los condenados se convertían en “cuerpos putrefactos que se movían sobre dos piernas”, en “esqueletos hediondos y repulsivos que morían en su propio excremento”.
Es difícil saber si las cándidas confesiones de Bush son producto de su limitada inteligencia, o del cinismo descomunal de un individuo que se sabe por encima de la ley. “Momentos decisivos” ocupará sin duda un lugar distinguido en los anales de la infamia, un libro al que habría que anexar las imágenes de prisioneros Iraquíes en Abu Ghraib untados de pies a cabeza de excrementos humanos, seguidas de las fotografías de quienes premeditaron y concibieron la barbarie desde sus lujosas oficinas en Washington.
Es intolerable que en una sociedad civilizada, el respeto por las leyes coexista con la total impunidad para terroristas y torturadores. Sus memorias confirman una vez más la profética sentencia de Orwell, de que el idioma de la política consiste en la defensa de lo indefendible, en eufemismos, peticiones de principio y pura y simple vaguedad.
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